“I hope we made you [feel] proud”. (“Espero que te hayamos hecho sentir orgulloso”). Kevin Garnett, alero de los Celtics de Boston, dirigiéndose al legendario jugador de los Celtics, Bill Russell, tras aplastar a los Lakers de Los Ángeles por 131-92 –el mayor margen en la historia de las Finales de la NBA- y conseguir el primer título para los Celtics desde el año 1986.

Tiene que ser francamente agradable para un hombre que acaba de cumplir 75 años de edad el que la Liga en la que jugó durante tantos años –y en la que brilló con el fulgor deslumbrador de una estrella rotunda- le recuerde con tanto afecto, y ponga su nombre al trofeo al MVP (Jugador Más Valioso) de las Finales de la NBA. Pero mucho más hermoso tiene que ser que la propia sociedad estadounidense reconozca los méritos de este grande –en todos los sentidos- del baloncesto. Para el interesado, este reconocimiento supone, además, el final de un trayecto vital fascinante que ha tenido no pocas turbulencias. Un tránsito que es no sólo ha sido un viaje alrededor de Bill Russell, sino también un viaje alrededor de la sociedad estadounidense moderna.

Russell no ha sido, seguramente, el mejor jugador de la historia de la NBA. Ni, desde luego, el más popular para al gran público: eso seguro. Pero Bill Russell ha sido –a mi juicio, todo es opinable- el jugador que más ha revolucionado el baloncesto desde que el Profesor Naismith inventara este bendito juego. Y esa revolución llegó, además, en un aspecto, digamos, poco lúdico del juego: en defensa.

Con Russell en la retaguardia, los Celtics alcanzaron la inmortalidad. Y sus registros son de sobra conocidos para los buenos aficionados: aunque cada vez que los veo plasmados en un papel me siguen produciendo una cierta sensación de vértigo, la verdad sea dicha. Ahí van otra vez: 11 campeonatos de la NBA en 13 temporadas –incluyendo dos como jugador/entrenador-; un título de la NCAA con el equipo de la USF, la Universidad de San Francisco; y una medalla de oro en los Juegos Olímpicos de Melbourne-1956. A propósito de aquellos Juegos: Russell realizó (a pase de KC Jones, por cierto) un monumental alley-hoop durante un partido. Aquello debió de resultar tan extraño a todo el mundo que los árbitros invalidaron la canasta alegando eso tan socorrido del “porque sí”. Los delegados del Equipo USA protestaron poco después y al final los dos puntos subieron al casillero de los estadounidenses. De modo que Bill Russell ya hacía alley-hoops antes de que se inventara oficialmente el alley-hoop. Escrito quede esto a efectos del sumario.

Bill Rusell es, indudablemente, un héroe americano. Un ídolo que nunca fue considerado como tal por la sociedad de su tiempo. Un mito cuyo carisma él jamás se encargó de alimentar, negándose sistemáticamente a utilizar todo ese marketing, muchas veces tan falso, con el que muchos deportistas modernos explotan ese concepto de ícono deportivo. Obteniendo con ello pingües beneficios, además. En el caso de Michael Jordan, por ejemplo, se llegó a producir el hecho curioso de que los (siempre muy buenos) atributos morales de su personaje llegaron a reemplazar alguno de los atributos morales de la persona (que generalmente no solían ser tan buenos como los del personaje). En el caso de Bill Rusell, esa dualidad digamos tan “jordaniana”, hubiera sido imposible. La persona de Bill Russell siempre fue, para Bill Russell, absoluta, total, rotundamente innegociable. Punto.

Bill Russell era un neurótico. Y esto no es un adjetivo calificativo que utilizo aquí para describir ciertos rasgos de su personalidad. Russell tuvo un par de diagnósticos médicos en sus manos que dictaminaron que determinados comportamientos suyos eran compatibles con la neurosis. Muchos de sus compañeros de equipo destacan, todavía hoy, su compulsiva necesidad de ganar como una forma de neurosis deportiva. Russell solía estar tan tenso antes de los partidos –de cada partido- que tenía una necesidad imperiosa de vomitar en el vestuario poco antes de empezar el choque en cuestión. Poco importaba quién fuera el rival. Aquello ocurría tan a menudo que sus compañeros se preocupaban, precisamente, si Russell no vomitaba.

La otra neurosis, la no deportiva, fue también notoria. Russell no fue un tipo que se hiciera querer por las masas, que digamos. Se negaba, sistemáticamente, a firmar autógrafos: ya fuera a hinchas de los Celtics, o de los Knicks, o de los Lakers, o de cualquier otro equipo del planeta Tierra; ya se lo pidieran niños, adultos, señoras, o militares sin graduación. Bill Russell era, esencialmente, un hombre distante y huraño con todo aquel que no era de su círculo confianza. Círculo que, según cuentan su gentes más cercanas, se podía dibujar con un dedal. De él llegó a escribir un periodista de la propia Región de Nueva Inglaterra -es decir, afín a la causa Celta- esto: “Bill Russell es el deportista más egoísta, más cerrado y más distante del mundo entero”.

Pero hubo una agencia gubernamental que escribió todavía algunas cosas peores sobre él. Para el Buró de Investigación Federal, el celebérrimo FBI, Russell era “un negro arrogante que se niega a firmar autógrafos a los niños blancos”, según consta en su archivo ya desclasificado: que era bastante grueso, por cierto. En una nota escrita en el margen de una de las hojas de ese abultado expediente, con tinta roja, aparece la letra del mismísimo Edgar Hoover, el padre fundador del FBI, recomendando lo siguiente: “seguir con la vigilancia”. Y es que este héroe americano estuvo en el punto de mira del Buró. Y aunque aquellos eran tiempos en los que casi todo ser humano susceptible de simpatizar incluso con los boy-scouts estaba en la lista del FBI, el propio Russell fue un caso aparte: los investigadores del Buró le suponían inclinaciones no ya raciales, sino racistas. Y el FBI se tomó mucho interés en investigar –de manera más o menos explícita- esas tendencias.

Bill Russell sufrió en sus carnes el racismo latente –y en muchos sitios patente- que había en la sociedad estadounidense de la época. Y aquí tampoco utilizo ese concepto de “en sus carnes” como un eufemismo etéreo. Russell creció entre prejuicios raciales; tuvo problemas en su época universitaria con compañeros de raza blanca; y -ya en la NBA- tuvo que soportar actitudes segregacionistas en lugares como Carolina del Norte o Kentucky. Él mismo cuenta en uno de sus libros que, en una ocasión, en 1958, estando de gira nada menos que con el equipo All Star de la NBA, a él y a sus compañeros de equipo afroamericanos les negaron el servicio en un restaurante bastante afamado de la ciuad de Lexington, Estado de Kentucky.

Como consecuencia de toda esa intransigencia, Bill Russell se fue acercando a los movimientos radicales de la época; los Panteras Negras y el Black Power, entre otros. Apoyó la decisión de Cassius Clay de negarse a ir a filas para pelear en el Vietnam y se acercó a los postulados del líder afroamericano Malcom X. Incluso, compró tierra en Liberia, el país africano del que salieron cientos y cientos de barcos cargados de esclavos para ser vendidos en el Nuevo Mundo.

No pocas veces, sus visiones radicales sobre el tema le llevaron al enfrentamiento directo con alguno de sus compañeros blancos del vestuario de los Celtas: no tanto por que éstos tuvieran problemas con Russell, sino por que Russell –decían los doctores que seguramente debido a su neurosis- llegaba a imaginar que sufría insultos raciales de ellos. Pero si el apoyo de su entrenador –el mítico Red Auerbach- y de sus compañeros de equipo era inequívoco, hubo un hecho que cercenó de plano la relación de Russell con la ciudad de Boston. Un robo en su casa, en el que los ladrones dañaron sus trofeos, hicieron pintadas racistas en las paredes y dañaron brutalmente su propiedad, fue el detonante de su desamor hacia Boston y hacia los bostonianos: fueran éstos hinchas de los Celtics o no lo fueran. Me parece recordar que Russell llegó a definir a la ciudad de Boston como “un nido de racismo” , o algo parecido. Su hostilidad hacia la ciudad en la que vivió sus mejores años deportivos fue tan evidente que incluso estuvo ausente tanto en la ceremonia de retirada de su camiseta –la inolvidable con el número 6- como en la ceremonia de su entrada en el Hall of Fame.

Treinta y tantos años después, las cosas han cambiado mucho en el país de Bill Russell. Ahora hay un presidente afroamericano en la Casa Blanca, ahora sirven a todo el mundo -independientemente de su raza o de su credo- en todos los restaurantes de Kentucky y de toda la Unión. Y ahora la propia NBA ya no considera a Bill Russell como a una especie de misántropo incorregible como sucedía antes. Por su parte, Bill Russell se reconcilió hace poco más de un año con la ciudad de Boston, justo coincidiendo con su presencia en la Final de la NBA del curso pasado en la que ofreció apoyo moral a los chicos de Doc Rivers. Y probablemente, a su manera, se reconciliara con el mundo también.

Bill Russell es una figura enorme cuyo carisma y cuyo impacto trascendieron la propia cancha de baloncesto. Russell fue un grande. Para muchos, el más grande. Pero, sobre todo, Bill Russell fue un hombre con unas grandes dotes para el baloncesto que, en la época en la que le tocó vivir, tuvo serios problemas debido a la pigmentación de su piel.