Es evidente que la historia de la marcha de la franquicia de los Supersonics de Seattle a Oklahoma City ha sido una suerte de tragedia griega para la hermosa ciudad del Noroeste del Pacífico. También ha sido, que duda cabe, la historia de una muerte anunciada. De cómo el último grupo propietario del club, encabezado por Mr. Clyde Bennett, en connivencia con el Comisionado David Stern, engañó a toda una ciudad, ocultando su verdadera agenda desde el principio: que no era otra que llevarse el equipo a Oklahoma.
Esta historia de la caída de la franquicia de Seattle -un club con un brillante historial, ubicado en una ciudad fascinante y hermosa- es una descripción palmaria del capitalismo puro y duro. El grupo comprador de Oklahoma adquirió los Sonics a Mr Howard Shcultz, el dueño de la cadena de cafeterías Starbucks para más señas. Y lo hizo por un precio nada barato, por cierto: 360 millones de dólares. Los nuevos dueños pidieron entonces a los políticos de la ciudad, y a los del Estado de Washington también, una nueva cancha. “No”, les dijeron los políticos. Y añadieron: “El dinero público no puede ser utilizado para financiar aventuras privadas”. Y mucho menos, si éstas generan un mar de pérdidas. Moraleja muy loable. Pero que no deja de ser una paradoja algo cruel hoy en día. Porque eso es, precisamente, lo que no sólo el Gobierno de los Estados Unidos, sino lo que los gobiernos de todo el mundo capitalista están haciendo ahora con las súper compañías que se encuentran zozobrando en mares de crisis: inyectar dinero a espuertas para intentar salvarlas; el dinero de todos nosotros, claro.
Aún así, tengo para mí que ni los políticos de Seattle, ni los compradores de Oklahoma encabezados por Mr. Bennett, ni ese Maquiavelo moderno que es Mr. Stern, son los grandes culpables del gran fiasco de los Sonics en Seattle. El pueblo soberano, habitualmente muy sabio, ya ha determinado que el villano oficial no es otro que Mister Howard Schultz, el propietario que vendió la franquicia a los forasteros de Okalhoma. Y no lo hizo precisamente por treinta monedas.
Como quiera que los últimos resultados empresariales de la compañía Starbucks han sido demoledoramente malos, resulta que, ahora, el pasatiempo de los aficionados huérfanos de los Supersonics es hacer la ola cada vez que el imperio empresarial de Mr. Schultz se tambalea. Igual que antes hacían esa misma ola tras una canasta de Jack Sikma o de Gary Payton, en estos tiempos se regocijan con los males que afectan a las cafeterías del señor Schultz. Incluso los aficionados más radicales -que en los Estados Unidos también los hay- se dedican al dudoso deporte de lanzar huevos a las cristaleras de las muchas Starbucks que hay por la ciudad y por su área metropolitana. O al propio Mister Schultz, si se tercia. Tal y como ocurrió recientemente, y tal y como fue reportado por el diario local Seattle Post-Intelligencer.
Howard Schultz es el paradigma de multimillonario que compra una franquicia deportiva y trata de imprimirle eso que se suele denominar “la cultura de la empresa”. En este caso la “cultura de Starbucks”. Con la equivocación de creer que -como el millonario en cuestión es uno de esos Amos del Universo que describía Tom Wolfe en su obra “La Hoguera de las Vanidades”- su dinero, su inteligencia y su carisma prevalecerán sobre todo y sobre todos.
El Señor Schultz nunca entendió las peculiaridades del deporte profesional. Fue otro millonario más que jamás llegó a deducir de qué va esto. Es histórica su alocución, llena de retórica, sobre por qué debería pagar los 60 millones que le pedía su jugador Rashad Lewis por renovar: “en qué clase de negocio me he metido”, dijo entonces Mr. Schultz, “en el que me veo obligado a pagar a un chaval de 25 años semejante cantidad de dinero para ver luego cómo falla en los partidos”. Pero, sobre todo, lo que jamás llegó a comprender Mr. Schultz es por qué perdía tanto dinero con su juguete. Tuvo pérdidas enormes que le llevaron a pedir al gobierno municipal de Seattle, y al Parlamento Estatal de Washington, ayuda para edificar una nueva Arena.
Y, claro, el dueño del imperio Starbucks no estaba acostumbrado a pedir. Starbucks es el feudo de Schultz. Y lo que Mr. Schultz quiere, Mr. Schultz lo tiene. Él es el gran shogun de su empresa, a la que encumbró a la cima del mundo. Y lo hizo a base de decisiones estratégicas nada ortodoxas, casi siempre contrarias a lo que predican la mayoría de los libros de texto que se estudian en Ciencias Empresariales. Pero fueron decisiones muy efectivas, desde luego.
De modo que Mr. Schultz pensó que, cuando solicitara financiación pública para la construcción de la nueva cancha, políticos y ciudadanos, fans y no fans del equipo, sucumbirían a su poder y a su encanto. Del mismo modo que sus empleados de Starbucks acatan sus órdenes. Y puesto que la Municipalidad de Seattle había sido generosa con los Mariners (béisbol) y con los Seahawks (fútbol), y había construido estadios nuevos a los dos, el magnate pensó que sus Supersonics no iban a ser menos y que serían salvados también.
Pero cuando no obtuvo la ayuda esperada ni de la Municipalidad, ni del Estado, el hombre no dio crédito. Y cuando los políticos le dijeron que sus Sonics no eran tan importantes para la zona como él pensaba, montó en cólera y amenazó con vender. Y cuando el pueblo le vio el farol, y se pronunció claramente en contra de ayudarle a salir de su nefasta inversión, el gran shogun decidió, finalmente, vender.
Y vendió. Y con esa venta Mister Schultz, al menos, cuadró sus pérdidas. Pero vendió la franquicia a unos espartanos venidos de Oklahoma que regalaron a la ciudad de Seattle un precioso caballo del que surgieron enemigos en número infinito. Aunque, al fin y al cabo, aquellos espartanos estaban en su papel. Por el contario, Mr. Schultz, ya con la batalla totalmente perdida, hizo el número de demandar al grupo comprador de Clyde Bennett “por mala fe”: cuando él mismo había firmado una cláusula contractual que le impedía llevar a los tribunales a los compradores una vez finalizada la venta. Y se aseguró el rol de villano en esta historia.
A mí me parece que, además de villano, Howard Schultz fue algo fatuo. Su inversión en los Supersonics, un juguete carísimo, nunca fue lo que él pensaba que sería. Su idea de cambiar la actitud de los jugadores de la NBA, y por elevación el sistema entero de contratación de la Liga, fracasó. Su sueño de conseguir un apoyo de los aficionados, “similar al que tienen los equipos europeos”, según sus propias palabras de entonces, también naufragó. Y fue finalmente incapaz de convencer a los políticos de que le sacaran del atolladero de sus descomunales pérdidas financieras.
Con la perspectiva que siempre da el tiempo, Mister Schultz ha encontrado chivos expiatorios suficientes para explicar todos sus actos: los políticos del Estado y del Ayuntamiento, el señor Bennett y sus colegas millonarios, David Stern, el público. Todos menos él. Que fue, seguramente, quien más falló. Por eso, los fans -al menos los más furibundos- lanzan ahora huevos contra todo aquello que simbolizan el propio Howard Schultz y su imperio empresarial.
Seattle es una ciudad maravillosa y está más que preparada para recibir a una franquicia de la NBA. Por si acaso, quienes se quedaron con los restos del naufragio se han asegurado mantener el apellido “Supersonics” para consideraciones futuras. Personalmente, me gustaría ver a los Grizzlies en Seattle. Me encanta esa zona que comprende el norte de Washington y el suroeste de Canadá. Vancouver (ubicada en la Columbia Británica canadiense, en concreto, es una ciudad tan extraordinaria que si no existiera, habría que inventarla. Para mí sería pura justicia poética que los Grizzlies aterrizaran en Seattle y volvieran a esa región.
Y no es inviable que suceda. Los políticos, siempre astutos, ya han dicho que se podría hablar de ayudar financieramente a “esos” futuros Sonics. El Gobierno estatal también se ha pronunciado afirmativamente al respecto. Y los aficionados, que tal vez nunca llegarán a estar tan identificados con su equipo como los del Estudiantes, estarían dispuestos a hacer todo lo necesario para que “esos” nuevos Sonics se sintieran realmente en casa.
Porque, en realidad, esta triste historia de los Supersonics de Seattle nunca fue tanto una cuestión de Arenas o de financiación; de buenos o de malos políticos; de unos millonarios tunantes que, ayudados por el Comisionado, fueron a tangar a los habitantes de la Ciudad Esmeralda para llevarse luego el club a su amada tierra de Okalhoma, con nocturnidad y alevosía. La cuestión siempre fue que “aquellos” Supersonics eran el club de Howard Schultz. Del Shogun de Starbucks. Del que es, para muchos, el auténtico villano de Seattle.