“Yo…he visto cosas que vosotros no creeríais. Naves de guerra ardiendo más allá de Orión. He visto rayos-c resplandecer en la oscuridad, cerca de la puerta de Tanhauser. Todos esos…momentos se perderán…en el tiempo. Como…lágrimas…en la lluvia. Es hora…de morir”.
Escribo estas líneas instantes después de presenciar uno de los partidos de basket más bellos y emocionantes que mi ya ajada memoria acierte a recordar, apenas unos segundos más tarde de que algo tan simple como un balón de basket me condujera, sin solución de continuidad, de la certeza a la duda, de la euforia al desencanto, del goce a la indignación, y finalmente de la resignación al delirio.
Como en trance de muerte enunciara Roy Batty, el mejor de los replicantes, ante aquel colosal Deckard, podría decir que he visto fallar tres tiros libres a Luis Mari Prada en el viejo Pabellón de la Ciudad Deportiva, que precluyeron el acceso a una final de Copa de Europa al mito merengue; estuve allí cuando Franco Boselli– ¿o fue Dino?, tanto dá- fallaba un lateral de cuatro metros que impidió una loca remontada de la Billy en Grenoble; no falté a la cita con las canastas de San Epifanio y las machadas de Fernando Martín ante el más grande, cuando cayó el ogro soviético en la semifinal de Nantes: o que divisé, en medio de la noche estrellada de un verano adolescente, a Jose María Margall y Fernando Romay doblegando a la temida máquina yugoslava.
Y es cierto que asistí, aterrado de belleza e inmadura ira, a la eclosíon de Drazen Petrovic sobre la cancha del Pabellón de la Ciudad Deportiva, mientras Iturriaga perseguía su sombra con sangre en los ojos; puedo jurar que quedé fascinado por un heroe de ébano que vestía una camiseta rojilla que apenas contenía su furia muscular; y salté de emoción con un palmeo de Gerald Kazanowsky que puso a Aito Garcia Reneses en el mapa nacional, que me embriague de triples con un virginiano que metió 44 puntos en una dulce noche canaria, y que bramé con Stankovic y su banda, mientras un griego feo y desgarbado tomaba un micrófono para calmar a las masas; incluso lloré una mañana, cuando marchaba la primavera, y Pablo Laso metía una bandeja que despertó del sueño de Europa, ya para siempre, al glorioso CAI.
Contemplé extasiado una máquina de belleza vestida de negro y oro, de nombre Jugoplastika, mientras caían las Copas de Europa, tirité cuando dos tiros libres increíbles de Rumeal Robinson, encumbraron el prodigio de Glenn Rice en un ya lejano Torneo universitario, comprendí lo que son sueños rotos cuando Michael Jordan y John Paxson acabaron a golpe de muñeca con los Jazz y los Suns; maldije al falso azar cuando Sasha Djordevic clavó una daga en el corazón de la Penya; me emocioné con un triple de un chico de Connecticut, con cara de luna y mano de seda, que restituyó la gloria fugada a la gent verd i negre; perdí lo que me quedaba de inocencia cuando un triple de un chico de Alabama se salía de dentro, en un atestado Ciudad Jardín, dejando sin premio a uno de los mejores equipos de basket que nunca ví; y, para qué mentir, miserablemente gemí de placer mientras Stojko Vrankovic vedaba el acceso al trono europeo a un mediocre Barça de Aito.
Recuperé la ilusión por el basket en las noches clandestinas de Via Digital/ Antena 3, con motivo y ocasión de aquella etérea serie noire entre la Kinder y el Baskonia, una especie de Celtics- Lakers a la europea, y volví a sentir aquella vieja emoción cuando un enano de goma llamado Elmer Bennett devolvía, una por una, las bofetadas elegantes de un engreído principe lituano, en una fría noche vitoriana, con una Copa por medio, que acabó siendo decidida por un inopinado triple a tabla, o cuando un old classsic de las Islas Vírgenes, sereno y monumental, apareció en la NBA para dominarla desde la inteligencia y la elegancia, culminando su magna obra en un último cuarto de un séptimo partido de Finals, más allá de la razón física y la certeza emocional, ante unos ominosos Pistons.
Gentile & Esposito me susurraron al oído que,en el Sud, los sueños a veces se cumplen, Carmelo Anthony me hizo saborear las mieles del triunfo en mi querido basket universitario, olvidando aquella maldita canasta de Keith Smart; un triple de Alberto Herreros me dejó tirado en el suelo, como un marido burlado, atónito e impotente, y otro triple, este fallado, de Andrés Nocioni disipó todos los miedos, y me catapultó a la gesta de Saitama, que reprodujera la ya vivida en Lisboa.
Muchos han sido los jalones en una vida de apasionado del basket, y muchos más que me dejo en un rincón del alma, pero cuando creía haberlo visto todo, en una temporada que pintaba triste, como un deja vu desfallecido, un agrio reencuentro con los tiempos grises del bipolarismo futbolero, esta final ACB, esta bendita final ACB, ha venido a demostrar cuán insensato era al creer que algo tan especial en mi vida como el baloncesto, no me tendría reservado un penúltimo motivo de ilusión.
Fue una serie inmaculada del BASKONIA ante un BARÇA de otro mundo, solo así puede explicarse el resultado final, que revuelve todo atisbo de lógica de una manera como antes no había visto en competición baloncestística alguna.
Fue una conmoción necesaria, un giro copernicano, un truco imposible. Fue la leche.
…….Y cuando todo parecía perdido, la magia del basket rescató aquellos viejos sentimientos que no podían perecer, y nuevamente grité con el triple de Pau Ribas– 66-61- y quedé helado con la proeza balística de Juan Carlos Navarro y el mate sobrado de ese marciano llamado Morris, que empataban el partido, y otra vez maldije a la ACB y sus árbitros cuando no dieron una canasta de Lior Elihayu que valía una liga; y se me hizo negra la noche cuando Ricky, frío y letal, depositaba una bandeja de 3 desde el lateral.
Pero así como Mirza Teletovic remontó una noche aciaga con un triple y un doble que valió oro, por lo que de renuncia a la locura de la precipitación tuvo, cuando más dificil era desasirse de sus garras, así la velada acabó lozana cuando Fernando San Emeterio, un currante de la vida, dejaba esa bandeja a aro pasado contra tabla que le aseguraba un puesto de honor eterno en la más hermosa leyenda del baloncesto nacional.
Llegados a ese momento, el tiro libre de la gloria era sí o sí.
El prodigio se había obrado, y yo que, arrogante, había creído haberlo visto todo, en realidad no había visto nada.