Todo el mundo recuerda el inolvidable dúo que formaban Jack Lemmon y Walter Matthau. Sin duda, su comedia más reconocible y con mayor química fue la que protagonizaron en "La extraña pareja" (1968). Pues bien, en los albores del siglo XXI, de la mano de Andrés Montes y Antoni Daimiel, los aficionados al basket tenemos la oportunidad de vivir retransmisiones deportivas únicas e intransferibles de otra extraña pareja. Únicas, porque como en las funciones de teatro, no hay dos retransmisiones idénticas. Intransferibles, porque si las realizaran otros periodistas perderían esa esencia, esa atracción fatal que nos conduce a trasnochar los martes y despertarnos de la modorra siestera los viernes.

Según decía el general Ike Eisenhower, un intelectual es un hombre que usa más palabras de las necesarias para decir más cosas de las que sabe. Ese no es el caso de Montes. Su singularidad, -con frecuencia excéntrica- siempre es chispeante, incluso cuando se equivoca: todo es pasión.

Si Diego Armando Maradona es el Aquiles de Argentina, el mismo que al ser sumergido en el baño de la inmortalidad no se le quedó fuera el talón, sino la nariz, Andrés Montes se remojó sólo hasta el cuello, para dejarnos apreciar su esférica y afeitada terraza de los sueños. Es el "Andrés de la gente", el que regala emociones estéticas, por eso, Andrés Montes es una estampita sagrada que ocupa todos los bolsillos de los basketmaníacos, donde se comparte su pasión y gracias al cual siempre hay un tema del que hablar el sábado o el miércoles. El "conguito de la pajarita", el Yo singular, que huye de la ortodoxia como los vampiros lo hacen de Helios, siempre tiene el respaldo y arrope de unos discípulos empapados de fe, que no cesan de repetir sus ocurrencias. ¿Quién no sabe lo que es un "jugón"? Los partidos con Montes son como una caja de sorpresas: nunca sabes que te va a deparar. Igual que lanza preguntas metafísicas a su compañero de viaje, nos deleita con esa mezcla de inteligencia, maldad y burla que convierte cada frase en munición. Con su reminiscente vestuario, sabe elevar como nadie la anécdota a categoría, el humor a arte dialéctico. Día tras día, pasa a engrosar su nómina de aforismos y apodos, que mucha gente intenta aprender de memoria para luego ir soltándolos en las charlas con los amigos. "¿Vistes ayer el pincho de Merluza que el Almirante le colocó a Chocolate Blanco?". Esta podría ser una conversación habitual entre dos seguidores de la NBA. Hasta tal punto, que llegamos a conocer a los jugadores más por el alias que por su nombre real. Está claro que Andrés Montes no deja indiferente a nadie y, en el fondo, eso también crea un show-time que se agradece.

En la antítesis de Andrés Montes, encontramos al complemento perfecto para una deliciosa retransmisión: Antoni Daimiel. Este joven, con aspecto de yerno perfecto y nombre catalán, es el Deep Blue del baloncesto. Entre su prodigiosa retentiva y sus chuletas, Daimiel es capaz de almacenar anécdotas, estadísticas o jugadas históricas suficientes como para parar un tren. Este Rappel del basket, que vaticina haciendo quiromancia a una Spalding, es el típico personaje que a cualquier apasionado del baloncesto le gustaría tener en un bar como el de La Colmena. Un intelectual de la canasta que detiene el tiempo y cataliza las pasiones, igual que las típicas vecinas que se saben de carrerilla la vida y milagros del vecindario. Nadie diría que semejante Oráculo de James Naismith, se coló en el Georgia Dome para ver la final de los Juegos Olímpicos en la ciudad de la Coca-Cola y de la CNN. Todavía recuerdo vivamente la crónica que hizo el día que Jordan metió la "canasta perfecta" en las finales del 98. El Daimiel catedrático, el Daimiel de los razonamientos numéricos a la par que fríos, dejó emerger la emoción de un chico de playground. En aquella ocasión, empleó un cosmético gramatical, como con el que Cyrano rompía corazones y hacia aflorar sentimientos; unas palabras que transcendían, que transmitían sensaciones, y que me hicieron poner los pelos igual que escarpias. Aquella crónica, la de la aparente despedida de Jordan, era lo más alejado del tedio. Sencillamente genial.

Quizás a Montes le habría gustado ser Wilt Chamberlain como a Daimiel le hubiese encantado encestar triples sin fallo como Joe Paxson. En algún momento, puede que Montes se haya soñado siendo abrazado por las cheerleaders de los Lakers, como Daimiel aplaudido por sus inmaculadas estadísticas. Sin embargo, ahora, Montes sabe que su cometido está en amenizar partidos ya de por sí interesantes, es decir, de cincelar renglones nuevos en el mármol de la memoria baloncestística de todos los aficionados. Mientras que Daimiel sigue destilando la corrección y elegancia a las que nos tiene acostumbrados. Todo esto para que, quienes llegamos tarde para contemplar a Bill Russell o el Doctor J, podamos decir algún día con añoranza: "Yo vi retransmitir partidos a Montes y Daimiel".