Aunque han pasado los años, no consigue olvidar. Tampoco su cuerpo. Los recuerdos son potentes, dañinos. No solo los mentales. Sus compañeros de equipo no saben cómo tratarlo, cómo mirarlo. Refugiado en la soledad de un vestuario que no siempre puede abandonar, los ataques de ansiedad se apoderan de él instantes antes de alcanzar la paz que le proporcionan los partidos. Las manos le sudan, le tiemblan. No puede respirar.

Desde aquella experiencia la vida de Alex Owumi (29 años, 1,96m) no es la misma. Todo cambió para éste americano nacido en Lagos (Nigeria) cuando en diciembre del 2010 decidió aceptar la propuesta del Al-Nasr Benghazi de Libia. Un destino más en la dilatada carrera de un base que nunca ha tenido miedo a abandonar su hogar persiguiendo el sueño de vivir como profesional del baloncesto. Otro país después de dejar los Estados Unidos y pasar por Francia, Macedonia o Canadá. Pero Libia no fue uno más. “No quería que mi familia me viera en esas condiciones”. Lo que parecía una parada más en el destino del jugador formado en la universidad de Alcorn State rápidamente se convirtió en una pesadilla.

Poco tardó Owumi en descubrir que algo no encajaba. Su piso, con todo tipo de lujos, fue la primera sospecha. Los periodistas que rodeaban su nueva vivienda, el detonante. “El Al-Nasr es el club de Gaddafi. Estás jugando para su familia”, le respondió el presidente del club, el señor Ahmed. Alex formaba parte del divertimento de un hombre al que había admirado en su juventud, como muchos otros africanos, pero que ya no figuraba en su iconografía consciente de todo lo que rodeaba al coronel.

El primer entrenamiento abriría de nuevo los ojos al playmaker. La sombra de Gaddafi (7 de junio de 1942 – 20 de octubre de 2011) era mucho más alargada que su nombre, incluso dentro del entorno del baloncesto, de su equipo. Sorprendido por las caras de sus compañeros preguntó a Moustapha Niang, de Senegal, qué ocurría allí. “Hemos estado perdiendo”, empezó contándole el único internacional del equipo junto con el propio Owumi. “No les han pagado y los han maltratado físicamente”, le revelaba Niang. “Si no ganamos el siguiente partido algunos de estos chicos van a ser golpeados”. Afortunadamente, el miedo a fallar, a perder y ser golpeados de nuevo fue desapareciendo del rostro de los jugadores autóctonos al ritmo que las victorias iban cayendo. El As-Nasr empezaba a funcionar y la figura de Alex Owumi era venerada. Se erigió en el capitán, en el jugador sobre el que giraba el equipo. Era la estrella.

Pero los días buenos acabaron. La obligación de ganar pasó a un segundo plano. Jugar para Gaddafi era irrelevante: la guerra había llegado a Libia. El 17 de febrero de 2011 Owumi fue testigo de una matanza que se le quedaría grabada en la retina. Desde su tejado vio, al otro lado de la calle, como un convoy militar despejaba una concentración contra el gobierno de unos 300 manifestantes a base de balas. Sin avisos, sin disparos al aire. La manifestación terminó al ritmo de la muerte. Lamentablemente, no era un sueño. Rápido, Alex volvió a su casa, cerró la puerta y llamó a su entrenador, Sharif, que le recomendó quedarse en su piso.  Aunque también intentó comunicarse con Moustapha Niang o su familia, en América, las comunicaciones estaban cortadas. Y el aeropuerto, en llamas.

Atrapado en medio de la batalla, resistió como pudo encerrado en su apartamento, durmiendo en el suelo. No se sentía seguro en la cama. Muerte, violación, desolación. Alex perdió la fe en Dios tras pasar dos semanas sin prácticamente comida ni agua sobreviviendo como podía y en un estado físico que poco se asemeja al de un atleta profesional. Sin fuerzas y al límite de perder la cabeza, una llamada de su compañero Moustapha, alojado al otro lado de la ciudad, le salvó la vida. El presidente del equipo, el señor Ahmed, le había prometido al senegalés que los sacaría del país, pero para ello deberían acercarse a su oficina, a dos manzanas del piso de Owumi.

El base no sabía si conseguiría llegar vivo a la cita pero, consciente de que era su única posibilidad, se puso en pie como pudo y bajó a la calle. Sin fuerzas para mantenerse derecho, fueron unos niños quienes ayudaron al jugador a llegar a su destino. Unos niños con los que Alex había compartido horas de juego en la calle y que ahora habían cambiado el balón de fútbol por machetes y Ak-47.

Puedo sacaros de aquí, pero va a ser muy peligroso”, su presidente no les engañó. Con fuerzas recuperadas, Alex Owumi y Moustapha Niang se dispusieron a afrontar uno de los viajes más duros de sus vidas, el que les debía devolver a la libertad, a no pasar más miedo. Camino a Trípoli, la capital del país. Un viaje en coche que debía durar unas 6 horas y que se convirtió en una pesadilla de más de 12 horas, en las que el pasaporte americano de Owumi les salvó la vida. Confundidos con mercenarios del coronel Gaddafi por su color de piel y sus pasaportes de Nigeria y Senegal, los rebeldes los pararon hasta en 8 controles, apuntándoles con armas de fuego.

Finalmente pudieron llegar a un campo de refugiados en Egipto, donde pasaron un par de días mermados físicamente. Pero la historia de Alex no acabaría aquí. Justo antes de partir hacia su hogar, una llamada de su ex entrenador le mantuvo en el país. Sharif le acogió en su casa en Alejandría y el base se unió al El Olympi, un equipo que acabó ganando la liga. Aunque su familia no entendió que no regresara con los suyos después del calvario vivido, Owumi no quería que sus seres más próximos vieran en qué estado, físico y mental, se encontraba.

Cuando por fin regresó a su casa, el destino no quiso regalarle la felicidad. Alex se encontró a su padre en coma. “Me sentía muy culpable. ¿Ha entrado en coma porque su hijo no quiso volver?” se preguntaba un derrotado Owumi, incapaz de recuperarse de una experiencia demoledora. Otro golpe más que le tuvo 15 horas en casa con una fuerte depresión, sin comer ni ducharse.

Actualmente, en la filas del Worcester Wolves del Reino Unido, el equipo que lidera la liga, Alex Owumi vuelve a disfrutar con el baloncesto. Su paso por Libia le marcó la vida. Se vio envuelto en medio de una guerra y las secuelas serán permanentes. No lo puede esconder. Vive con ello. Cuando cierra los ojos revive momentos del 2011. Ve caras, espíritus. Para Owumi mantenerse despierto es su salvación. El baloncesto, su vía de escape.

Fuentes: BBC y HoopsHype