Antes que Felipe Reyes comenzara a despuntar en el profesionalismo, en casa siempre fuimos admiradores de su hermano mayor Alfonso.
Seguidor de los Bad Boys de Detroit, especialmente de Laimbeer, Rodman e Isiah Thomas, mi padre, desde una edad muy temprana, intentó inculcar los valores defensivos y el espíritu colectivo a aquel niño que era yo, embrujado en aquellos dorados 80 por la Magia proveniente de Los Ángeles, por aquello de que, en el deporte en general, no todo son florituras e individualidades, y que, parafraseando a Chuck Daly: “el ataque gana partidos, pero una buena defensa gana campeonatos”.
En las retransmisiones televisivas, solíamos hacer un simple ejercicio visual; fijarnos casi exclusivamente en lo que hacía un determinado jugador a lo largo de un partido (casi siempre se trataba de un especialista defensivo, tipo Isma Santos o Salva Díez), cómo se movía, con y sin balón, dónde se colocaba, cómo defendía…
Luego, intentaba trasladar a la cancha esos movimientos memorizados, con suerte dispar, debido a mis limitadas capacidades baloncestísticas. Aún así, creo que ese fue el motivo principal por el que empecé a asomar la cabeza en los quintetos iniciales del equipo de mi colegio. Supongo que al entrenador de turno, entre el “egoísmo”, lógico de los chavales, por meter canastas, le llamaba la atención ver a un chico al que le gustaba más defender y pasar la pelota.
Pues bien, uno de aquellos jugadores a los que hacíamos un seguimiento especial, era precisamente al bueno de Alfonso Reyes.
Comparando a los dos hermanos, Alfonso era como el Terminator T-800 1.0 que encarnaba Arnold Schwarzenegger en la primera película de la saga, mientras que Felipe era, y es, una versión de ciborg más evolucionada, diseñado para adaptarse mejor a los tiempos modernos. Sin embargo, al proceder de la misma fábrica, ambos comparten una CPU similar: entrega, pundonor, coraje y nunca dar un balón por perdido. Auténticas máquinas los dos, diseñadas para el combate cuerpo a cuerpo.

Siguiendo estos días, a través de las redes sociales, el día a día en la angustiosa lucha que Alfonso ha mantenido con el dichoso virus, puñetero y traicionero, según sus palabras, que nos tiene estas semanas a todos confinados, estoy seguro de que el mayor de los Reyes ha echado mano de este decálogo de recursos que empleaba en el campo, para ganar su particular partido disputado en el Hospital Puerta de Hierro.
Sinceramente, no albergaba ninguna duda de que, en esta ocasión, como en muchas otras, saldría airoso del envite. Pensé que si jugadores de la talla de Tanoka Beard, por ejemplo, no habían podido con él en el campo, tampoco lo iba a hacer ahora este diminuto y cobarde adversario fuera del mismo. Te equivocaste de cuerpo y de persona, “amigo“.
Recordando a Alfonso Reyes, me ha venido a la memoria otro jugador con un ADN similar, Iñaki De Miguel, con el que compartió vestuario y pintura en la selección española a finales de los noventa. Y pensar en de De Miguel, me lleva a recordar automáticamente el partido de cuartos de final contra Lituania del Eurobasket de Francia de 1999 y el marcaje que aquel día le hizo a Arvydas Sabonis.
En aquella época, en la que la selección todavía era más toro que torero, un estigma perseguía a nuestros combinados nacionales, tanto en fútbol, en mayor medida, como también en el baloncesto: el maldito cruce de los cuartos de final. Ese día clave que nos hace ver realmente de qué pasta están hechos los equipos. Un muro contra el que chocábamos persistentemente y que dio al traste con las ilusiones de varias generaciones de grandes jugadores. Ahí se acuño el famoso: jugamos como nunca, perdimos como siempre, impostado desde el balonpié.
Pues bien, esta generación de los Reyes, De Miguel, Herreros, Nacho Rodríguez y cía., se empeñó en desterrar aquellos fantasmas del pasado, derribando definitivamente el muro para que las generaciones venideras no volvieran a estamparse más contra él.
Y es que, desde aquel Eurobasket de 1999, España ha encadenado diez partidos consecutivos imponiéndose en el decisivo cruce. Los rivales a los que la selección dejó por el camino han sido de lo más variados: la Lituania del Zar Sabonis, Rusia, Israel, Croacia, la Alemania de Nowitzki, la Francia de Parker, otra vez Lituania, Serbia, la Grecia de Spanoulis, o el último enfrentamiento con Alemania en 2017.
La selección que afrontaba aquel Eurobasket de Francia estaba compuesta por: Alberto Herreros, Roberto Dueñas,Roger Esteller, Carlos Jiménez, Ignacio De Miguel, Nacho Rodríguez, Alfonso Reyes, Rodrigo De la Fuente, Alberto Angulo, Nacho Rodilla, Ignacio Romero e Iván Corrales, con Lolo Sainz en el banquillo, junto a sus ayudantes Javier Imbroda y Gustavo Aranzana.

En el campeonato, España fue claramente de menos a más. Tras una decepcionante fase de grupos y primera fase, la selección llegó a la última jornada previa a los cruces dependiendo de terceros para lograr el pase a cuartos. Tenía que darse alguna de estas dos premisas: o bien que Yugoslavia venciese a Rusia, o que la anfitriona Francia hiciera lo propio frente a Eslovenia.
El primer supuesto no se dio, ya que las delegaciones yugoslava y rusa llegaron a un acuerdo para que Rusia venciese aquel partido, un biscotto puramente político, para favorecer a una Yugoslavia por aquel entonces en guerra y al borde de la disolución. Recordar que Rusia fue la única nación europea que apoyó a Yugoslavia en su guerra frente a Kosovo, en un acto de apoyo al genocida Milosevic.
Descartada la primera de las posibilidades, España se encomendaba a su vecina Francia, que no se jugaba nada, por lo que no había muchas razones para ser optimistas. De hecho, la delegación española empezó a hacer las maletas cuando Eslovenia vencía por siete puntos a los galos bien entrada ya la segunda parte, pero, sorprendentemente, Francia terminó dándole la vuelta al partido en los últimos minutos. Ver para creer. El premio, para una España que finalizaba cuarta, era cruzarse con la potente Lituania, líder de su grupo. Un regalo envenenado.
Obviamente, las apuestas estaban a favor de Lituania, una de las favoritas, si no la gran aspirante a alzarse con el trofeo, y que contaba con un buen ramillete de jugadores, encabezado por Arvydas Sabonis, por aquel entonces en la NBA, aunque encarando la cuesta abajo de su carrera, Karnisovas, a quien conocíamos bien por su etapa en el Barcelona, Stombergas, los hermanos Zukauskas, o un joven Sarunas Jasikevicius, que empezaba a asomar la cabeza en la élite del baloncesto europeo. Además, a nivel de clubes, el Zalgiris era el vigente campeón de Europa tras derrotar a la Kinder de Bolonia un par de meses antes del torneo.
Con estos precedentes, España y Lituania se disputaban no solo el pase a semifinales, sino tambien el acceso directo a los JJOO de Sidney 2000.
Temido era el destrozo que podía hacer Sabonis, aún estando ya muy lejos de su mejor nivel y jugando al ralentí, no solamente en la pintura, sino también distribuyendo y lanzando desde fuera. De ahí que, a pesar de que el antídoto natural anti-Sabonis hubiera sido el gigantón Roberto Dueñas, qué importante eran sus centímetros, el maestro Lolo Sainz planteó un duelo directo De Miguel-Sabonis, mucho más móvil que el pívot del Barcelona y que podía salir a defender esas posiciones exteriores. La apuesta no pudo salirle mejor al entrenador nacido en Tetuán. El pívot español no se arrugó para nada, jugó de tú a tú al gigante lituano, mirándole directamente a los ojos, y el enfrentamiento particular entre ambos cayó del lado del español, en un duelo épico.

A pesar de ser una fecha histórica para nuestro baloncesto, hay que decir que no fue un partido vistoso, ni mucho menos, y estuvo plagado de errores, desaciertos y pérdidas de balón, como suele ocurrir por otra parte, en este tipo de partidos trascendentales en los que ambos conjuntos son conscientes de lo mucho que se juegan.
Lituania, que se sentía favorita, no saltó al parqué con la mentalidad necesaria para afrontar este tipo de partidos, y a la postre, terminaría pagando cara su osadía. Enfrente, una España que mostró su mejor cara en el campeonato, creciendo con el paso de los minutos desde una gran defensa, como la citada por parte de De Miguel, y también la de un joven Carlos Jiménez (que ya se comportaba como un veterano) sobre Karnisovas, la otra gran amenaza báltica, y liderada en ataque por un sensacional Alberto Herreros que desbordaba una y otra vez a Stombergas. La fórmula en ataque más repetida fue el bloqueo directo del hombre defendido por Sabonis, que no salía de su cueva, sobre Alberto Herreros, y canasta desde media distancia del alero madrileño.
La apatía lituana se evidenció en dos contraataques españoles en los que Sabonis y Einikis no llegaron ni siquiera a la línea de medio campo, y el entrenador lituano se vio obligado a parar el partido. Castigado por problemas de faltas (tres al descanso), Sabonis no pudo entrar en un partido en el que se mostró además muy desacertado: 3 puntos y 3 rebotes fueron su tarjeta en los 16 minutos que permaneció en pista, una de las actuaciones más paupérrimas que se le recuerdan. Sus personales, cometidas a destiempo, fueron la consecuencia directa de la frustración en un partido en el que no pudo anotar, rebotear ni distribuir el juego como en él era habitual. Quizá el mayor mérito de España en aquel partido fue conseguir que Sabonis apenas lo jugara.
Aún así, Lituania era mucha Lituania y llegó a igualar el encuentro antes del descanso, aunque un triple de Iván Corrales, aquel base que salía desde el banquillo como potro desbocado para dinamitar los partidos, en el último segundo, daba ligera ventaja a España al encarar el camino a los vestuarios. Triple a tabla, pero que al fin y al cabo vale tres puntos de igual manera.
Tras el descanso, Lituania salió con las ideas más claras, subiendo líneas en defensa y circulando con mayor fluidez el balón en ataque, justo lo contrario de España, que entró en colapso durante casi diez minutos en los que apenas pudo anotar cinco puntos. Pero cuando empezaban a sobrevolar los fantasmas del pasado, España resucitó gracias al acierto exterior de Herreros, Angulo y Rodríguez. A pesar de que Sabonis apenas pudo participar en el segundo acto, ya que dos faltas casi consecutivas lo llevaron definitivamente al banco, Lituania tiró de orgullo, y liderada por el joven Jasikevicius, el mejor de largo de los suyos, con 10 puntos consecutivos y grandes acciones individuales (5/7 en lanzamientos triples) en las que dejaba entrever el grandísimo jugador que llegaría a ser, logró de nuevo equilibrar la balanza.
Pero España no iba a dejar escapar la oportunidad, y bajo la batuta de un sólido Nacho Rodriguez, con los puntos de Alberto Herreros, y el trabajo descomunal de Reyes y De Miguel en la pintura, dio un puñetazo sobre la mesa, dejando en la cuneta al gran favorito, abriendo de aquella manera una nueva puerta que nos depararía un futuro lleno de alegrías.
Aquel día, con el efusivo abrazo al término del partido entre Lolo Sainz y Pepe Sáez, se disiparon de un plumazo los complejos, los angolazos y demás sinsabores que nos acompañaron durante casi una década. Había nacido una España de genética campeona que redescubrió su grandeza tras los fiascos de Argentina 90, Barcelona 92, Alemania 93, Atenas 95, Atlanta 96, Barcelona 97 y Grecia 98.
youtube://v/9MGFMDGtiR0
Ficha técnica del partido
ESPAÑA (74): Rodríguez (3), Jiménez (4), Herreros (28), Reyes (8), De Miguel (7), Dueñas (6), Angulo (10), Romero (0), Corrales (4), De la Fuente (4)
LITUANIA (72): Maskoliunas (0), Stombergas (8), Karnisovas (17), Masiulis (8), Sabonis (3), Einikis (2), M. Zukauskas (5), Jasikevicius (22), E. Zukauskas (5) y Adomaitis (2)
Espoleada por su flamante triunfo del día anterior, la selección superó en semifinales a la anfitriona Francia (63-70), entonando una vez más el santo y seña de aquel equipo: “todos para uno, uno para todos”, cualidad muy apreciada por cierto en aquellas tierras, en un Omnisports Bercy con 14000 espectadores que llenaban sus gradas, y que enmudeció tras un nuevo recital ofensivo de un Alberto Herreros (27 puntos) que solamente se asomó al banquillo para beber agua. Terminaría como máximo anotador y componente del equipo ideal del torneo. Seguramente, aquel día Francia se arrepintió de haber regalado unos días antes el pase a España. Son las cosas que tiene el deporte.
Luego llegaría la final contra Italia, en la que la squadra azzura fue simplemente mejor (56-64), y España, que nos hizo soñar con el primer oro de nuestra historia, claudicó frente a los Myers, Fucka, Meneghin, Marconato, Basile, Abbio y compañía. Qué gran jugador era Carlton Myers. Pero eso es ya otra historia. España se enfundó aquel 3 de julio de 1999 una plata con sabor a oro que abriría una nueva etapa triunfal en la historia de nuestro baloncesto. La última medalla antes de la generación de los Juniors de Oro. De Reyes a Reyes, con Alfonso cediendo el testigo a su hermano Felipe.
