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Cuando la patrulla de la Policía de Utah entró, a las 4:00 horas de una gélida madrugada de enero de 1994, en aquella estación de servicio de la autopista estatal y vio a aquel hombre fuera de sí, propinando patadas a los cubos de basura y destrozando las lunas de los automóviles con un enorme palo, se preparó para detener a un gamberro anónimo. Al aproximarse a él y comprobar su colosal envergadura, ambos agentes se pusieron en guardia. Era enorme. Le dieron el alto, le enfocaron con sus linternas y el individuo no opuso demasiada resistencia. Tiró su palo, se dio media vuelta y usó su brazo para proteger sus ojos del haz de luz. Cuando los agentes llegaron a su altura para esposarle no pudieron hacer otra cosa que mirarse ojipláticos. El hombre al que acababan de detener era Luther Wright, pívot novato de los Utah Jazz.

La historia de Wright, la de otro ángel caído digno de figurar en el "Salón del Drama", es intensa, dramática y descorazonadora a partes iguales. De estrella universitaria a jugar solo 15 partidos en la NBA, de ser considerado por los Jazz la pieza perfecta para secundar a John Stockton y Karl Malone a tener que combatir diversas enfermedades mentales, de estrella millonaria a vivir en la calle y reconocer que sufrió abusos sexuales cuando era niño, de joven referente de su comunidad a adicto a las drogas y alcohólico al que incluso tuvieron que amputarle dos dedos de su pie derecho al sufrir graves congelaciones… Todos estos extremos episodios han tenido cabida en la vida de este hombre que actualmente tiene 40 años y que vive con su mujer en New Jersey, con su drogadicción ya superada y sus enfermedades mentales controladas. Presenta programas de radio en emisoras locales, entrena a chavales y, sobre todo, alimenta su pasión por la música. Y es que, paradójicamente, es probable que la mayor parte de las penurias por las que ha tenido que pasar se hayan debido a que él nunca quiso ser jugador de baloncesto.

Wright nació el 22 de septiembre de 1971 en Jersey City en el seno de una familia pobre. No tardó en dar muestras de su talento para la música y aprendió con una facilidad pasmosa a tocar la batería, el bajo y la guitarra, además de cantar en el coro de su iglesia. Pese a ser detenido una vez por robar en una tienda no fue un niño problemático, sino que más bien pecaba de exceso de responsabilidad y tras el colegio ayudaba a sus padres a vender comida rápida y refrescos en la camioneta familiar. Destacaba entre los chicos de su edad por su corpulencia, pero el baloncesto no le gustaba demasiado pese a que su presencia siempre era requerida. Y es que en octavo curso ya medía 2,03, por lo que era un factor diferencial en cancha hasta el punto de liderar a su colegio a una temporada sin derrotas. Su altura le llevó al St. Anthony High School del mítico Bob Hurley (con 26, es el instituto que más títulos estatales tiene en todo el país), donde solo aguantó un año por su falta de interés en el juego (“Si hubiese tenido una altura estándar, estoy seguro de que jamás habría practicado este deporte”, dijo de él años después Hurley). Pasó posteriormente a otro notable centro, Elizabeth High School, donde su juego progresó hasta el punto de lograr 28 puntos y 9 rebotes en el partido que dio el triunfo a su equipo en el Torneo de Campeones de New Jersey.

Su altura le hizo objeto de deseo de muchas universidades, pero en 1990 aterrizó en Seton Hall porque allí jugaba Jerry Walker, amigo de la infancia, porque estaba muy cerca de su casa y por que P.J. Carlessimo había llevado un año antes a los Pirates a la Final Four. No pudo jugar en su temporada freshman por culpa de sus notas y sus dos siguientes cursos estuvieron llenos de altibajos, con más sombras que luces. A Luther no le importaba. Para él, el baloncesto era un mal necesario en su vida, un pasaporte hacia la posibilidad de dar una vida mejor a su familia. No se molestó en mejorar su juego y prefería hacer de DJ en las fiestas que Walker y él organizaban en su dormitorio, en las que empezó a fumar marihuana y a beber más de la cuenta. En 1993 decidió renunciar a su año senior (promedió unos pobres 9 puntos y 7,5 rebotes como junior) y se presentó al draft, donde fue elegido en el puesto 18 por unos Utah Jazz seducidos por su altura (2,18), su poderío físico y su condición de diamante por pulir. Estaba llamado a ser el complemento de lujo de Karl Malone y John Stockton en su asalto al anillo de la NBA. Craso error.

UNA MANSIÓN DE 27 HABITACIONES

Wright reconoció años después que no le apetecía nada convertirse en jugador profesional, pero no lo dudó un instante a la hora de estampar su firma en un contrato que debía unirle a los Jazz los cinco próximos cursos y por el cual se embolsaría cinco millones de dólares. Lo primero que hizo fue comprar una mansión de 27 habitaciones en un lujoso barrio de Salt Lake City y mudarse allí con su madre, su hermana y su hermano. En ese punto, la mente de Luther empezó a ensombrecerse. En su cerebro, consideraba que ya había satisfecho a todas las personas que le habían presionado para llegar hasta la NBA y cada día que iba a entrenar era para él una pesadilla. Su deseo era quedarse con sus hermanos tirado en el sofá. Así, las cosas empezaron a torcerse. Empezó a descuidar su forma física, el dinero fresco rebosaba sus bolsillos y comenzó a fumar crack, a beber whisky, a sumergirse en el mundo de la noche donde las mujeres acudían al calor de su fama y donde tenía alfombra roja para ejercer de DJ en todo tipo de fiestas. Cualquier cosa antes de jugar a baloncesto.

Metido de lleno en ese círculo vicioso, no tardaron en salir a la luz ejemplos de su extraña personalidad. En el calentamiento previo a uno de los primeros partidos de la temporada, en Houston, abandonó los ejercicios y se puso a tocar una batería que había sido colocada detrás de los banquillos para ser utilizada en un espectáculo durante el descanso. Malone le reprendió públicamente. Ese mismo día, había adquirido un cachorro en una tienda y lo había introducido a escondidas en el autobús del equipo con el objetivo de volar con él a Salt Lake City tras el encuentro. Con sus compañeros y Jerry Sloan presionándole para que rindiera como de él se esperaba, Wright cayó en una depresión. Los Jazz le enviaron a un psiquiatra y este le diagnóstico un trastorno bipolar y de déficit de atención con propensión a sufrir episodios maníaco-depresivos. Casi fue peor el remedio que la enfermedad, pues la fuerte medicación que le recetaron no le hizo bien debido a las grandes cantidades de marihuana y crack que fumaba. Semanas después, enero de 1994, ocurrió el episodio de la estación de servicio. Estuvo internado en un centro de salud mental durante los siguientes seis meses y en septiembre de ese mismo año los Jazz decidieron cortarle. Solo había jugado 15 partidos en la NBA con unos pésimos promedios de 1,3 puntos y 0,7 rebotes. Nunca más volvió a vestirse de corto. Tenía solo 22 años.

Años más tarde, Wright reconocía que “nunca sentí que perteneciera a ese mundillo, ni a Utah ni a la NBA. No tenía la mentalidad necesaria para tomarme el baloncesto como mi profesión. Simplemente, creía que me tenía que dedicar a ello por el hecho de ser alto. Fui yo el que fallé. Invité a mi familia a vivir conmigo en mi nueva casa y luego me volvía loco cada vez que les veía quedarse allí sin hacer nada mientras yo tenía que ir a entrenar y jugar para ganar dinero. Sentía que había defraudado a mucha gente”.

Tras desligarse de los Jazz, Luther volvió a New Jersey. Su agente consiguió que Utah fraccionara el sueldo que le adeudaba para recibir así 158.000 dólares anuales los siguientes 25 años y asegurar al jugador una vida desahogada, pero no funcionó. Wright proporcionó acceso a sus cuentas a muchos familiares que abusaron de su confianza, intentó ayudar a demasiada gente, a todos aquellos a los que consideró haber defraudado por no haber triunfado en la NBA, por lo que esa cifra anual se vio muy reducida. Su mente estaba tan confundida en aquella época que incluso se hizo cargo de la manutención de cuatro supuestos hijos, aunque posteriormente las pruebas de ADN demostraron que dos ni siquiera eran suyos. Su vida empezó a ser una cuesta abajo sin freno. Aquellos que un día le habían adulado comenzaron a darle la espalda, a considerarle un fracasado, y Luther encontró su escapatoria en el whisky y las drogas. Hubo amigos que intentaron echarle un cable, entre ellos el exgobernador estatal, Richard Codey, gran fan de los Pirates de Seton Hall, quien llegó a interceder para facilitarle un par de ingresos en el prestigioso hospital Essex County, pero no se dejó ayudar. En 1996 ya no quedaba atisbo del jugador y Wright era uno de los cientos de desdichados que deambulaban a diario por Irvington y Newark a la búsqueda de fumaderos de droga. Muchas de las noches las pasaba durmiendo en la calle, algo increíble para alguien que dos años atrás jugaba en la NBA.

En los siguientes años, Luther Wright se convirtió en una leyenda de los bajos fondos de New Jersey, un homeless que llamaba la atención por su estatura y por el hecho de llegar a pesar más de 180 kilos. Su día consistía en deambular por las calles sin rumbo fijo, a la búsqueda de dinero para poder fumar crack. Excompañeros suyos, sobre todo su gran amigo Jerry Walker, lamentaban verle así, pero el gigantón no atendía a razones. Lo mismo se le veía envuelto en un abrigo a pleno sol de agosto que descalzo sobre la nieve de enero. Más de la mitad de su dentadura era historia por culpa de la droga y la putrefacción, se vio envuelto en tiroteos y robos para conseguir dinero, vio gente morir de sobredosis y, sin embargo, se negaba a recibir ayuda. Todo el mundo conocía su pasado, su condición de exjugador de la NBA, y sabía las razones de su deriva personal, por lo que le tenían simpatía. Incluso la Policía hacía la vista gorda con él (se cuenta que unos agentes acudieron una tarde a un altercado en un McDonalds y, al ver que él estaba en el ajo, le sacaron de ahí con las esposas sin ajustar, le llevaron a Comisaría y le invitaron a cenar antes de dejarle pasar la noche en una de las celdas) y se rumoreó que incluso obtenía chivatazos de las redadas para que no cayera en alguna de ellas. “La mayoría de la gente que vive en la calle lo hace porque no le queda otra opción. En mi caso, yo decidí ser un homeless. Podría haber vuelto a casa de mi madre, pero no quería que me viera así a diario. Quería estar en la calle, cerca de las drogas, cerca de la acción. Nadie me obligó a convertirme en adicto a las drogas, yo mismo me metí en ese mundo”, relató años después con crudeza.

AMPUTACIONES

Como muchos otros, Wright tuvo que tocar fondo para poder salir a la superficie. Ocurrió cuatro días antes de la Navidad de 2004. Luther, tirado en el fumadero de crack en el que había vivido los tres años anteriores, comprobó que las congelaciones de su pie derecho (no tenía dinero para comprar calzado y el frío había sido intenso las últimas semanas) empezaban a ser preocupantes. Sus dedos estaban negros por la putrefacción y, como pudo, anduvo el kilómetro que le separaba del Hospital Universitario de Jersey City. Allí, los médicos le dijeron que, si hubiese tardado un día más en acudir al centro sanitario, habría perdido el pie, pero que, pese a todo, había dos dedos que eran ya insalvables. Se los amputaron de inmediato. “Nunca olvidaré el ruido de aquella sierra”, recordaba años después. Abandonó el hospital nueve días después con la orden de los médicos de guardar reposo absoluto. Permaneció tres días en casa de su madre pero el cuarto cogió un autobús a Irvington y anduvo como pudo hasta un fumadero de crack. Compró cinco tiros, se sentó a fumar el primero y, de repente, sintió humedad en su pie derecho. Se quitó el calcetín y vio sus vendajes empapados en sangre. “En ese momento decidí que esa vida había acabado para mí”, asegura.

Wright vendió la droga que le quedaba y con el dinero llamó a una ambulancia. En el hospital volvieron a coserle la herida y esta vez no puso objeciones cuando le ordenaron pasar dos semanas ingresado. Además, los doctores le inscribieron en un cercano centro de desintoxicación para drogadictos, donde Luther llegó a finales de enero con todas sus pertenencias metidas en dos bolsas de plástico. Asistió a reuniones, contó su historia y, por primera vez en diez años, pudo presumir de estar limpio de drogas y alcohol. A partir de ahí, la suerte comenzó a acompañarle. Tras meses de duro trabajo, logró desintoxicarse y, cuando se vio con fuerzas, acudió al Ayuntamiento para pedir trabajo o algún tipo de ayuda económica para rehacer su vida. Por fortuna, acabó en la ventanilla de Stan Neron, un trabajador social que estudió en Elizabeth High School cuando Wright era la gran estrella de la ciudad, un tipo que idolatraba a aquel gigantón.

Neron le ofreció toda su ayuda y el domingo de la Super Bowl de 2006 le llevó a Morningstar, una iglesia que colaboraba en el intento de reinserción de las personas sin techo con un programa que consistía en una misa, una cena, actividades lúdicas como jugar a las cartas o ver películas, y la posibilidad de pasar la noche allí. Luther se quedó encantado y no abandonó aquella iglesia hasta el día siguiente. Paradójicamente, eso le hizo perder su plaza en el centro de desintoxicación, pero esta vez sus amigos no le dejaron colgado. Stan Neron le prestó dinero para que alquilara un apartamento de una habitación y Wright empezó a encarrilar su vida. Se hizo un habitual de Morningstar y no tardó demasiado en convertirse en parte activa de la iglesia. Empezó a cantar en el coro, a tocar la guitarra en las misas, a dar charlas a personas sin hogar, a relatar los avatares de su vida a los más jóvenes. Por primera vez en su vida, comenzó a ser feliz. Además, allí conoció a Angie Felton, una profesora que desconocía su pasado como jugador de baloncesto y drogadicto, que hoy en día es su mujer.

Decir que la vida de Luther Wright es ahora un camino de rosas sería demasiado, pero sí que es infinitamente mejor que la que jamás tuvo. Ha perdido algunos kilos, se ha arreglado la dentadura, está en negociaciones para dejar de pasar la pensión alimenticia a sus exparejas, no ha recaído en vicios de antaño y, pese a las apreturas económicas, lleva una vida tranquila. Es entrenador asistente de un Junior College de New York, toca la guitarra en una banda de blues, ejerce de DJ en fiestas privadas, toma parte en diversos grupos de lectura de la Biblia, tiene un programa en una radio local y todos los días acude fiel a su cita con el coro y las homilías de Morningstar. Además, ha tenido la posibilidad de seguir sus estudios en Seton Hall (en un principio tuvo que dejarlo al no poder pagar los libros, pero los retomó gracias a la contribución económica de un benefactor anónimo). “Me conviene estar activo, tener una vida ocupada”, destaca, al tiempo que reconoce sentirse orgulloso de que los chavales a los que entrena le escuchen más cuando les da consejos sobre la vida y sus tentaciones que cuando les enseña nuevos movimientos al poste bajo. Incluso ha dejado de tomar la medicación para sus problemas mentales, ya que los doctores que le tratan consideran que le hacía más mal que bien, que lo que más le conviene a este gigante es el cariño y la comprensión que jamás tuvo cuando fue jugador de baloncesto.

La tortuosa vida de Wright vivió, sin embargo, un nuevo capítulo el año pasado, cuando el exjugador publicó un libro (A Perfect Fit) en el que repasa en primera persona los episodios más crudos de su vida, además de sacar a la luz otros momentos que eran desconocidos, como el hecho de haber sido víctima de abusos sexuales entre los cinco y los nueve años por parte de tres miembros de su familia o las constantes palizas a las que le sometió su padre. Cuando le preguntaron la razón por la que había escrito ese libro, Luther fue muy claro: “Allá donde iba siempre había muchísima gente que se sorprendía de que yo no estuviera muerto. Quiero que la gente sepa que mi vida no ha sido fácil, pero que sigo aquí”.

Lo último que se sabe de él es que el año pasado se unió a NBA Legends Band, un grupo musical formado por exjugadores de la NBA (entre ellos Terry Cummings) que el curso pasado actuó en el All Star, que a punto ha estado de ser entrenador ayudante de los Jersey Express de la ABA (su excompañero en Seton Hall y exjugador de la NBA Terry Dehere iba a ser el técnico, pero rechazó la oferta a última hora) y que hace un par de semanas ejerció de DJ en la fiesta que su amigo Jerry Walker ofreció en Jersey City para recaudar fondos para los niños desfavorecidos. A los 40 años, por fin puede dedicarse a lo que de verdad quería hacer de niño.

 (*) Buena parte de la información de este artículo ha sido obtenida de dos excelentes reportajes de Matthew Futterman (Deseret News) y Tim Povtak (Aol News).

Reportaje sobre Luther Wright: