El siglo XXI es testigo de una gran estructura de formación de jugadores. Destinemos a un especialista que enseñe a orientar muñeca, manos y pies, fichemos a un jugador de carácter para motivar a nuestras promesas y de paso que les de un par de consejos de esos que nunca se olvidan por vanos que sean. Sobre el movimiento en la pintura alistemos al mejor bailarín de parqué del que tengamos alcance. Sobre su estado físico todo será más fácil, que se vayan pasando cada semana por la farmacia de guardia de la University que haremos milagros, más tarde que se dejen ver también por nuestros gimnasios.
Todo eso encaja, sin embargo siempre hay un obstáculo difícil de superar: la mentalidad.
Michael Jordan creció compitiendo en el seno de una estricta familia, cómo no, luchadora. Siendo un niño, soñaba con formar parte del equipo del instituto (Laney) donde su hermano, Larry, era la estrella local jugando como base. Michael no se perdía un partido.
James Jordan, padre de ambos y militar en el pasado, tuvo la lucrativa idea de colocar un aro en el patio de casa. Aquello se convertiría en el campo de batalla todas la tardes y parte de las noches de los hermanos Jordan que jugaban a cara perro sin ningún tipo de concesiones. Larry era mayor que Michael, así que este último recibía sonoras palizas de su hermano que además se regocijaba en sus victorias usando ese trash-talking del que tanto provecho ha sacado Air durante toda su carrera baloncestística. Eso sí, en un partillo ante Ron Artest le costó unas costillas rotas.
Michael idolatraba a su hermano, de hecho ha lucido el número 23 durante prácticamente toda su carrera porque era casi la mitad del número que llevaba Larry cuando era jugador, el 45. No obstante, Mike se prometió una y otra vez que no desistiría hasta darle la vuelta a la situación: vencer a su espejo, su modelo, su hermano mayor. Según las palabras de David Hart, manager del equipo de la universidad de North Carolina, en la cual estudió Air, Michael quería mucho a Larry. Hablaba de él a todas horas. Verdaderamente lo veneraba.
Con el tiempo Michael Jeffrey Jordan no sólo doblegó a su hermano en aquellos partidillos tan personales que jugaban en el patio de casa, sino que además se sobrepuso al descarte que Fred Lynch hizo a nuestro protagonista al no incluirlo en el equipo del instituto. El señor Lynch y Larry fueron decisivos en el desarrollo madurativo de Michael pues mostraron al escolta que competir en el deporte, y por qué no, en la vida, no consiste en jugar para la grada, ni siquiera para uno mismo. Competir es motivarse ante las adversidades. Salir vencido no es susceptible de arrojar la toalla sino de que estás ante un reto.
Sé que han pasado años, pero sigo negándome a tomar nada por sentado. Me preparo para cada partido. Necesito ese tipo de intensidad. Eso es lo que me mantiene en marcha aseveró Air en su momento a los medios de comunicación norteamericanos.
Tras esas palabras y otras muchas más canastas de este fenómeno deportista concluyo este ensayo con la firme convicción de que para ser mejor que él hace falta mucho más que ser un gran jugador de baloncesto, porque Michael Jordan nunca voló para que le viéramos encestar, se alzó para vencerte, fueras quien fueras.