Comúnmente nos preguntamos qué deberíamos hacer para ser recordados, para llegar a ser, si acaso algún día, un pedacito significativo de historia. Rápidamente, las ideas materialistas nos inundan. La posesión exacerbada acude siempre puntual a la cita de la respuesta. Y el baloncesto, en ese caso, no es distinto, pues únicamente en contadas ocasiones es capaz de evitar el desmedido poder del dato y permitir licencias que bien pudiéramos llamar poéticas.
Lírico, precisamente, es ver a Steve Nash desenvolverse sobre una cancha de baloncesto. El canadiense, que el pasado mes de febrero cumplió 38 años, sigue resultando uno de los mayores placeres visuales posibles para cualquier enamorado del deporte de la canasta. No podríamos considerarle una obra de culto, ya que su despliegue se acerca, por igual, a todos los públicos, sean efectivos, efectistas o miren con recelo. Pero su embrujo resulta irresistible.
Cuando el sociólogo francés Maurice Halbwachs escribió, en 1925, Les Cadres sociaux de la mémoire (Los marcos sociales de la memoria) acuñó, por primera vez, un concepto estrechamente ligado a aquellos malditos que no ocuparon el pedestal establecido por el convencionalismo, aun siendo referentes. La memoria colectiva, ese término ideado por el galo, acudía a su rescate. Sería imposible el olvido; y si los libros no llegasen a recoger sus andanzas, sería el propio pueblo quien serviría de nexo entre generaciones.
Steve Nash no tiene ningún anillo. Forma parte de ese grupo de señalados históricamente. Ése que también pasaron a formar en su día Pete Maravich, George Gervin, Charles Barkley o la sociedad John Stockton-Karl Malone, ése que nubló hasta hace menos de un año la realidad sobre Dirk Nowitzki o que acecha sin piedad a LeBron James. Todos ellos, sin excepción, encontraron su sitio en el universo de la canasta. Pero fueron (es, en el caso del prodigio de Akron) maltratados por no encontrarse ese lugar recogido simbólicamente en uno de sus dedos.
Los rumores de marcha han perseguido a Nash los últimos meses, incluso años. No se concibe que, alguien de tal calibre, no sea preso de la obsesión por el anillo, que atrapa incluso a jugadores que podrían ser sus hijos. La fiebre del título. En la árida Phoenix no se habla de cotas altas, seguramente no se habla ni siquiera de cotas, pero Steve sigue allí.
El chico formado en Santa Clara jamás llegó a las Finales. Sin embargo, el tan viejo como sabio Hubie Brown llegó a decir en directo durante una retransmisión, incapaz de contener su impulso, que nunca nadie había jugado tan bien en el puesto de base en toda la historia del baloncesto. Ni Cousy, ni Magic, ni Isiah, ni el propio Stockton. El veterano Brown, con más de cincuenta años de carrera detrás, se mostraba fascinado por el impacto del canadiense.
Han pasado años de aquello, temporadas que pesan en el estado físico pero no tanto en la influencia mental de un superdotado de este juego. Porque no encontrará el polaco Marcin Gortat el modo de agradecer a Steve Nash todo lo que le regale, en forma de mortífero pick&roll, sobre el parqué. No será el único, la lista es amplia. Por suerte, la memoria también.
Otro francés, el dramaturgo Paul Géraldy, dijo una vez que llegaría un día en el que únicamente nuestros recuerdos serán nuestra riqueza. Puede que no haya anillos de por medio, pero el legado de Steve Nash vivirá eternamente. La memoria colectiva no permitiría el abandono de uno de los más brillantes cerebros de la historia del baloncesto.