Afirmar que el baloncesto es un deporte practicado por gente alta, concebido en su edad moderna para gente alta y en el que los jugadores más altos cuentan con ventaja resultaría tan redundante. Como asegurar que los jamaicanos son muy rápidos en las pruebas atléticas de velocidad o que en Brasil el fútbol reside en el ADN de su gente tanto como lo puede estar la samba.

Un principio del juego, tan inalterable como incontestable, subordina el éxito en su desempeño a la estatura de sus participantes: los 305 centímetros que levantan la canasta del suelo. Si atendemos a los datos procedentes de diversos estudios sobre la talla de los habitantes de los diferentes países de la tierra, y reparamos en la región del planeta donde sus vecinos alcanzan los datos más elevados, descubriremos que los holandeses figuran en la parte alta de la tabla con una cifra de 184 centímetros de media. Pues de ahí hacia abajo. Como consecuencia, comparando la distancia del aro y la capacidad del hombre para elevarse desde el suelo, no sería descabellado sentenciar que el baloncesto no es terreno para gente pequeña. Al menos no si atendemos a la lógica.

Pero a veces el ser humano logra escapar de lo razonable.

Todos los aficionados conocen la riqueza táctica del baloncesto. Las variables que reserva un juego que va más allá de introducir la pelota dentro del aro. Y, por encima de todo, la romántica idea asociada a la eterna capacidad humana de superar día a día sus limitaciones hasta hacerle alcanzar el cielo. Quizá no siempre nos acompañen los centímetros, o los músculos definidos en los mínimos del deporte, pero nuestro empeño consigue en ocasiones convertirse en la onda con la que derribar al Goliat de turno. 

[[{“fid”:”64347″,”view_mode”:”default”,”type”:”media”,”attributes”:{“height”:480,”width”:328,”style”:”font-size: 13.008px;”,”class”:”media-element file-default”}}]]El baloncesto en general, y la NBA en particular, aparece a ojos de la historia como un universo gobernado por la dictadura de los mastodontes de físico superdotado; también en la actualidad, era aposicional en la que el pívot clásico comienza a percibirse como una especie en peligro de extinción. Pero una estirpe de pequeños gladiadores decidió un día sobrevivir a su dictado a base de talento, astucia y cierta inconsciencia. Jugadores como Mugsy Bogues (160 cm), Earl Boykins (165 cm), Mel Hirsch (168 cm), Spud Webb (170 cm), Keith Jennings (170 cm), Greg Grant (170 cm) Calvin Murphy (175 cm) o Michael Adams (178 cm) han desafiado a lo largo de las últimas décadas a los innumerables abusones de mirada arrogante desde su pequeña atalaya tan próxima al suelo. Otros, incluso han colocado su nombre tan cerca de las estrellas que su escasa estatura no ha hecho más que amplificar su leyenda. En la actualidad no hay mejor ejemplo que el de Isaiah Thomas (175 cm), pequeño líder de unos Boston Celtics que aspiran a arrebatar a Lebron James su tiránico trono del Este. Una máquina anotadora que en 2017 ha rozado los treinta puntos por partido a las órdenes de Brad Stevens (28.9 ppp) después de años reivindicando un desmedido talento ofensivo en un discreto envoltorio.

Repasamos de forma cronológica la lista con los mejores jugadores de la historia de la NBA por debajo de los 190 centímetros que tuvieron la osadía de pelear entre montañas. Multitud de anillos, premios MVP, partidos de las estrellas y presencias en el salón de la fama de la NBA es la herencia de estos héroes de bolsillo.

Lucha de gigantes, convierte, el aire en gas natural 
Un duelo salvaje, advierte, lo cerca que ando de entrar 
En un mundo descomunal, siento mi fragilidad.

Bob Cousy, 185 cm

El primer pequeño gran hombre en la NBA se llamó Bob Cousy. Los primeros cincuenta fueron terreno abonado para el dominio del primer coloso de la liga: George Mikan. Enrolado en las filas de los primeros Lakers, el gigante amable de enormes gafas condujo a los de Minneapolis a la conquista de cinco anillos. Fue poco antes de que los Boston Celtics edificaran la primera gran dinastía de la historia, seguramente, la más grande jamás contada en el deporte de la canasta. En aquellos verdes, liderados en el banquillo por el eterno Red Auerbach y la figura sagrada de Bill Russell, otro de los titanes helenos que se elevó hasta alcanzar el Olimpo, Cousy ejerció de avanzadilla para dirigir las operaciones de su equipo con una portentosa inteligencia y una visión de juego que le llevó a liderar la liga como máximo asistente durante nueve temporadas consecutivas.

Modelo paradigmático del base más clásico, formó junto a su colega de backcourt y centímetros, Bill Sharman, una de las parejas base-escolta más recordadas. En el curso 56-57, los del Garden conseguían el primero de los múltiples anillos alcanzados por la franquicia, y aquella temporada regular el MVP no fue otro que Bob Cousy. A la primera gran leyenda céltica todavía le restarían muchos brillantes capítulos por escribir hasta completar un palmarés que incluiría seis anillos, trece all star y diez presencias en el mejor quinteto de la temporada.

Jerry West, 188 cm

La historia del hombre detrás del logo de la NBA comienza en la universidad de West Virginia y su elección con el número dos del draft de 1960 por parte de Los Angeles Lakers. Buscaban los californianos prolongar la senda de triunfos iniciada por los originales Lakers de Minneapolis, una vez instalados bajo el sol y las playas californianas. La falta de relevancia en la ciudad tras la retirada del gigante Mikan forzó la mudanza, y los aires renovadores arrancaron con la elección del prometedor Jerry West en la lotería de los nuevos talentos universitarios. Junto al consolidado Elgin Baylor, los de oro y púrpura afrontaban con ilusión la nueva década, ilusos ante la tormenta verde que se venía desatando desde la llegada de Bill Russell a Boston. Y que se prolongaría hasta una década después, a pesar de que hasta Los Angeles llegara la figura hercúlea de Wilt Chamberlain.

Pero la paciencia dio sus frutos y la gloria llegó por fin al regazo de Jerry West y sus Lakers. La retirada de Russell, unida al adiós del técnico Red Auerbach, cerró el ciclo triunfal céltico, abriendo al mismo tiempo una nueva era en una liga cuyo trono quedaba huérfano. Y así, tras una nueva decepción en forma de final perdida ante los New York Knicks, la octava en doce años, la temporada de 1972 saldaría su deuda con los angelinos. West tenía su trono. Años después otro galardón, con tintes mucho más simbólicos, honraría la carrera del jugador cuando la liga decidió coronar su nuevo logotipo con su inmortal silueta. La culminación más icónica para la carrera de un ejecutor insaciable con una de las mecánicas de tiro más perfectas nunca contempladas. Como muestra de ese perfil asesino, las once temporadas consecutivas que Jerry West completó con una media anotadora por encima de los 25 puntos.

Lenny Wilkens, 185 cm

Jugar bien al baloncesto no es sinónimo de entender correctamente el baloncesto. No siempre al menos. Por eso la nómina de los jugadores dominantes de la historia de la NBA se reduce hasta la mínima expresión cuando la extrapolamos a la lista de los más brillantes estrategas desde los banquillos. En contadas ocasiones sobrevive el virtuosísimo del jugador cuando la edad le empuja a cambiar el pantalón corto por el traje y la corbata. Si repasamos la lista de los entrenadores que han alcanzado la cifra de mil victorias a lo largo de su carrera, comprobaremos que escasean los casos de éxito en una etapa previa sobre el parqué. Una de esas excepciones recibe el nombre de Lenny Wilkens, otro de los pequeños grandes genios que adornan el presente relato sobre centímetros y canastas.

Como jugador el de Brooklyn paseó su talento, y sus escasos 185 centímetros, por varios equipos de la liga, si bien en el que más huella dejó fue en los Seattle Supersonics de los primeros setenta. Una franquicia que acabó reconociendo su legado retirando la camiseta con el número 19 después de ejercer como playmaker y entrenador, de forma simultánea, en un equipo recién aterrizado en la liga. El vínculo de Wilkens con los Sonics era indestructible, más después de que en su segunda etapa en la ciudad elevara a los de Seattle hasta alcanzar el título en la temporada 78-79, el mayor hito en la carrera de ambos, entidad y director técnico. Una nominación en el 94 como mejor entrenador al frente de Atlanta Hawks y la medalla de oro al frente del combinado nacional en los Juegos Olímpicos del 96 alimentaron el currículum de una leyenda capaz de figurar en una exclusiva terna de nombres elegidos para formar parte del hall of fame de la NBA como jugador y  entrenador, además de ocupar la segunda posición en la lista de entrenador con más victorias de siempre tras Don Nelson

Nate Archibald, 185 cm

Tras Wilkens el repaso a través de la lista de estrellas menudas al otro lado del charco debe detenerse en el pequeñín Nate Archibald. Tiny, otro hijo de las problemáticas calles del Bronx neoyorkino, desembarcó en la liga tras un periodo universitario de tres años en Texas-El Paso a las órdenes del mítico Don Haskins. Pronto, en el college, demostró sus dotes como anotador compulsivo, un base con alma de killer enfundado en un cuerpo minúsculo capaz de monopolizar el volumen ofensivo del juego de su equipo. Por definirlo de otra manera, una versión beta del Allen Iverson del siglo veinte. Y como the answer tres décadas después, Archibald llegó a liderar la NBA en puntos anotados a pesar de su diminuta carrocería.

Fue en su tercera temporada entre las estrellas, la campaña 72-73, en la que Tiny llegó a promediar 34 puntos por partido; una cifra con algo de truco, puesto que la alcanzaría en la nada desdeñable cantidad de 46 minutos de juego. Lo curioso es que ese mismo año también lideró la liga en asistencias repartidas con 11’4 de promedio, por primera y una vez en la historia del campeonato. La gloria colectiva, sin embargo, no le llegaría hasta que pasó a formar parte de las filas de los Boston Celtics a finales de la década, sacrificando minutos y balón en propiedad a cambio de lograr el anillo en la temporada 80-81 con un rol más entregado al grupo. Algo que, por cierto, nunca consiguió Iverson.

Isiah Thomas, 185 cm

Durante la década de los 70, y los primeros 80, una idea se convirtió en axioma en todos y cada uno de los despachos que formaban la liga: no era posible alcanzar un campeonato si un equipo no estaba construido en torno a un pívot dominante. El aplastamiento al que el binomio Russell-Chamberlain había sometido a sus rivales una década antes impuso la moda. Más si cabe tras la aparición de Lew Alcindor (después Kareem Abdul Jabbar), heredero de ambos colosos. En consecuencia, toda gerencia debía coronar su roster con su propia montaña. Wes Unseld, Willis Reed, Dave Cowens, Bob McAdoo, Bill Walton, Darryl Dawkins o Moses Malone simbolizaron esa búsqueda de centímetros como estrategia infalible hacia el anillo. Y a fe que en la mayoría de los casos funcionó. Es más. En el periodo que comprende la temporadas 55-56 y la 82-83, primeras tres décadas en la que se entregó el premio MVP de la temporada regular, en más del ochenta por ciento de los casos el galardón fue a parar a manos de un center.

Un planteamiento que cambió de un plumazo con la llegada de dos de los equipos protagonistas de los agitados años 80. Si los Celtics habían alcanzado la gloria con su baloncesto colectivo, los Detroit Pistons afianzaron la idea con una vertiente más canalla y defensiva. No es que aquellos equipos no contarán con buenos pívots, no. Pero el foco se dispersaba a partir de un ramillete más amplio de nombres. Tal es el caso del hombre a los mandos de aquellos bad boys, cuya apariencia amable e inofensiva escondía al competidor más cruel que han visto nuestros ojos. Isiah Thomas, el asesino con cara de niños, lideró a los salvajes Pistons hasta los anillos del 89 y 90. Y todo ello desde una diminuta carrocería que nunca le impidió tiranizar la liga a base de carácter y talento. 

John Stockton, 185 cm

En la senda del clasicismo vinculado con la posición de mariscal de campo, la figura de John Stockton ha sobrevivido al paso del tiempo como el arquetipo que inmortaliza la virtudes del base. Seguridad en el bote, inteligencia en la toma de decisiones, visión de juego para encontrar al compañero mejor situado y dureza defensiva a pesar de su escaso poderío físico.  Tras una carrera de 19 incondicionales años en las filas de Utah Jazz, el enjuto base de Spokane se retiraba en 2003 como el jugador con más asistencias repartidas en las casi seis décadas de existencia de la NBA, y con la bandera inmortal como máximo representante de la esencia del playmaker más puro.

No fue así desde el principio. Formado en la modesta universidad de Gonzaga, Stockton llegó a la liga eclipsado mediáticamente por el tsunami informativo generado por sus compañeros de promoción. Migajas en comparación con la atención dedicada a los principales nombres de la camada del 84 liderada por Michael Jordan, Hakeem Olajuwon y Charles Barkley, futuros miembros del salón de la fama de la NBA. Como el mismo Stockton, por cierto, uno de los tipos más duros, fríos, calculadores y brillantes que han desfilado por las canchas de los Estados Unidos. Sendas derrotas en finales del 97 y del 98 permanecerán por siempre como una espinita en  el corazón de su carrera en los Jazz, de la mano de su alter ego Karl Malone, sociedad ilimitada del pick and roll más icónico nunca visto. Dos ganadores sin corona que besaron el suelo frente a los Bulls del compañero generacional más legendario del base de Utah.

Kevin Johnson, 185 cm

Puede que al actual entrenador de los Bulls Fred Hoiberg le pusieran el apodo de the mayor en su etapa universitaria en Iowa State, pero el verdadero alcalde de la NBA responde al nombre de Kevin Johnson, hasta diciembre de 2016 máximo dirigente en el ayuntamiento de Sacramento. No obstante, y dejando al margen cuestiones políticas, retrocedamos treinta años en el tiempo. En 1987 un escándalo sacude los cimientos de Phoenix Suns, franquicia titular de la capital del desierto de Arizona. La oficina del fiscal del condado de Maricopa implica a trece personas en un escándalo de drogas, tres de ellos jugadores de los Suns. El suceso conmociona al equipo, cuya gerencia se ve obligada a dar un golpe de timón a su roster. A cambio del prometedor Larry Nance, Phoenix adquiere a Kevin Johnson, Mark West y Tyrone Corbin procedentes de Cleveland Cavaliers, cambiando el destino de la franquicia. Después de tres campañas sin pisar la postemporada, los Suns encadenarían trece visitas consecutivas a los playoff.

En el contexto de unos ochenta que comenzaban a romper su obsesivo encantamiento con los perros grandes, Kevin Johnson formó parte de una nueva generación de bases capacitados para influir en el devenir de los encuentros desde la dirección y la ejecución. De hecho el californiano, con tres temporadas promediando al menos veinte puntos y diez asistencias,  forma parte de un selecto grupo de elegidos. Con el añadido de que en una de esas campañas fue capaz de alcanzar más de un cincuenta por ciento en su acierto de tiros de campo. La carrera de Johnson alcanzó su cima colectiva en las finales del 93 junto al mito Charles Barkley, pero los Bulls de Michael Jordan  (otra vez Jordan) aniquilaron los sueños de su rival.

Tim Hardaway, 183 cm

Con ustedes Tim Hardaway, otro de los grandes talentos de la NBA insumiso con los centímetros. Y además, propietario de uno de los crossover más mortíferos de la NBA que dejo su huella, sobre todo, como parte fundamental en dos de las plantillas más notables de la década de los noventa. Primero  enrolado en las filas de los Golden State Warriors como uno de los integrantes de uno de los movimientos baloncestísticos más excitantes de la historia, el recordado Run TMC integrado por el propio Hardaway junto a Chris Mullin y Mitch Richmond. Y después como parte esencial  de los Heat de Pat Riley, desde el perímetro, como contrapunto exterior del hercúleo Alonzo Mourning. Ambos conjuntos fueron testigos de la visión de juego y del talento para la penetración del menudo genio que aquí nos ocupa.

En ambas etapas, los equipos de Hardaway se quedaron en la camino antes de tiempo, pero la estela de cada uno de sus cambios de dirección camino de la canasta permanece inalterable en el tiempo.  Como curiosidad, en el roster actual de los Atlanta Hawks figura en nómina el nombre de Tim Hardaway, pero acompañado del apelativo junior como sucesor de la saga.

Allen Iverson, 183 cm

Tras Bob Cousy, el segundo jugador de la lista en poseer un MVP. Considerado por muchos como el mejor jugador de la historia libra por libra, Allen Iverson representa mejor que ningún otro el triunfo del coraje sobre las limitaciones físicas. El coraje acompañado, claro, de unas condiciones técnicas desmesuradas en el manejo de balón de un penetrador suicida. Si reparamos en el principal rasgo del ex jugador de los Sixers todos coincidiremos en su perfil como anotador enfermizo (cuatro veces máximos anotador de la liga) embutido en un cuerpo insignificante. Cualidades aderezadas con el descaro, la rebeldía y la inconsciencia de un joven problemático en permanente desafío ante un mundo al que siempre consideró hostil. Por eso en la cancha nunca se sintió intimidado ante la amenaza de montañas rivales. The answer nunca titubeó, le sobraba orgullo para mirar al riesgo a los ojos. 

La gloria (y el fracaso) para Iverson llegó en 2001, temporada en la que sin apenas ayuda colectiva, en el seno de una plantilla que carecía por completo del talento ofensivo necesario para alcanzar un reto de esas dimensiones, la demostración del rebelde de Virginia alcanzó el carácter de hazaña. Y es que aquellas finales enfrentaron a los todopoderosos Lakers de Kobe, Shaq y Phil Jackson con unos Philadelphia 76ers en los que la nada acompañaba a nuestro protagonista ante la canasta rival. Sí en defensa, donde el regimiento al mando del general Dikembe Mutombo ofrecía consistencia a la misión de audaces comandada por el ejército de un solo hombre. En realidad, casi nadie confiaba entonces en que aquella final pudiese decantarse a favor de los de la ciudad del amor fraternal, ni siquiera tras ser capaces de robar el triunfo en el encuentro inaugural en el Staples tras prórroga. Los angelinos eran demasiado para aquellos Sixers y lo confirmaron ganando los siguientes cuatro partidos de la serie final. Pero en el recuerdo perdurará para siempre el latigazo de uno de los hijos más salvajes de la calle envuelto en una guerra que sólo acabaría ganando con un balón en las manos.

Tony Parker, 188 cm

Si una afirmación unifica las opiniones en los grandes mentideros del deporte norteamericano en los últimos tiempos, es la que asegura que San Antonio Spurs se ha convertido en  la mejor franquicia nortemericana en lo que llevemos de siglo. Un equipo que ha construido una identidad propia basada en unos principios que priman lo colectivo y el esfuerzo anónimo por encima de cuestiones más ególatras y artificiales. Un plan maestro que durante más de tres lustros ha sostenido en el tiempo una sinfonía admirable a cargo del maestro Gregg Popovich con el botín incorporado de los cinco únicos anillos con los que cuenta la franquicia tejana. Y al mando de las operaciones un pequeño francés de nombre Tony Parker, miembro de pleno derecho del ya coronado como trío más ganador de la historia de la liga junto el eterno Tim Duncan y el argentino Manu Ginóbili.

En una era, la contemporánea, dominada por colosos de proporciones bíblicas, y en la que hasta  el más pintado pasea su exuberancia física por encima del aro, una horda de irreductibles enanos sienta cátedra en las pistas de la mejor liga del mundo. La reivindicación de la astucia y la velocidad del tren inferior son las armas con las que Parker se convirtió en arma infalible de camino a la canasta rival, martilleante mosquito a la hora de dividir cada zona rival. ¿El punto álgido de su carrera? La victoria en las finales de 2007 frente a los Cleveland Cavaliers del dios Lebron James en los que el genial base se alzó además con el título de MVP.