Entregas anteriores de la serie:

En Sevilla desde niño sólo caben dos opciones: o mueres por el Sevilla o mueres por el Betis. En mi caso, por pura empatía, he acostumbrado a ir con los equipos perdedores, que allá entonces eran los primeros, sin dinero ni más alegría que ese cromo llamado Suker. Nací en el 88 y crecí con los 90 en un barrio de las afueras, Sevilla Este. Donde todo antes era campo se alzaron barrios residenciales por los que corrí, zonas especialmente pensadas para que los matrimonios jóvenes del momento criaran a sus hijos. Mis tardes, después del colegio y la merienda, las pasaba en un club de vecinos mientras mi padre apuraba el diario y manchado en la cafetería. Allí dentro me entretenía con el ajedrez y el dominó. Fuera, demostraba no valer para el fútbol en esos partidos entre amigos. Cuando estaba solo, las alternativas se reducían al frontón –que tarde o temprano terminaba cansando o aburriendo- y las canastas, con esos balones más rojos que naranja y de esfera más bien irregular tan lejos de parecerse a los oficiales.

Podía pasar horas solo echando esas canastas, fascinado por la notable diferencia entre fallar y encestar. A mi edad no podía comprender el complejo mundo del deporte profesional, apenas sabía que esto iba de botar y tirar, que se había inventado en América y allí jugaba el mejor: Michael Jordan, el de las zapatillas, “air” porque en cada mate se saltaba sus dos y tres metros. Era la NBA. En España también se jugaba, pero no era fútbol. Nosotros en la calle jugábamos al fútbol, en el colegio las horas de Educación Física se dedicaban al fútbol, y el fútbol marcaba el centro del patio durante el recreo. La alternativa, auxilio para los que no sabíamos enfilar la portería y terminábamos por malos de guardameta, era el baloncesto. Nos ponían con las niñas, porque ellas –decían nuestros mayores, así eran las cosas hace 20 años- tampoco habían nacido para el fútbol, y jugábamos sin más regla que botar el balón como mejor pudiéramos. Metí alguna canasta. No recuerdo ningún gol.

[[{“fid”:”51332″,”view_mode”:”default”,”type”:”media”,”attributes”:{“height”:480,”width”:316,”style”:”line-height: 1.538em;”,”class”:”media-element file-default”}}]]Con todas mis deficiencias deportivas, el destino pareció acoger bien mi afición: Jordan volvió a mí protagonizando esa locura de Space Jam. A mi padre, que mientras veía la película me señalaba y comentaba “ése, el blanquito, es Larry Bird, y es una leyenda”, también pareció gustarle. Jugaba conmigo, me acompañaba a las pistas y se echaba sus canastas. Lo más cerca que yo había estado por entonces de un partido de basket era con la película de los Looney Tunes, pero atendiendo mi fascinación por Jordan y unos Bulls a los que no había visto jamás, decidió acercarme lo más posible a tanta magia: asistiríamos a varios partidos del Caja San Fernando, para ver si la cosa me gustaba. El primero, contra el Pamesa Valencia. Era el año 1999 y nos entrenaba Javier Imbroda. Jugábamos de rojo y nuestra mascota, el enorme de Jerónimo, lucía unos cuernos que me recordaban a los Bulls. Perdimos aquel partido, pero en todo momento se respiraba la emocionante incertidumbre de lo que permanece abierto. Todos vibramos. Y claro que volvimos.

Ese año el Caja acabó cuarto. Al siguiente nos sacamos el abono y vivimos por completo la temporada 2000-01; sus 20 minutos antes del descanso, nuestro refresco a 250 pesetas –hoy, viva el redondeo, 2.50 €- y el arreón final para saber si ganábamos o perdíamos. El Caja en la clasificación de la liga ACB del teletexto aguantaba quinto, cuarto, tercero. Ganaba los partidos desde la chistera de Andre –Andrés- Turner, que es lo más parecido a un chamán sobre el parqué que he visto; puro hechizo en movimiento, un talento que no volvería a nuestro Palacio de Deportes de San Pablo hasta la llegada de Elmer Bennet para salvarnos del descenso a base de triples mágicos. Pero no sólo de magia vive el hombre. Richard Scott esperaba sentado en el centro de la pista a que se parase el juego para entrar y ponerle corazón al equipo. Claro que entre parones del juego, tiempos muertos, pasos, dobles y faltas, yo me perdía y le preguntaba a mi padre eso de “¿qué ha pasado?”. y él me ubicaba; pero si algo daba por seguro era que admiraba a nuestro número 6. Una de esas tardes de partido, cuando quedarían cinco o seis minutos para el descanso, pregunté a mi padre:

¿Por qué no entra Scott?

Ya ha metido los 12 primeros puntos del Caja.

Y al año siguiente renovamos, y al siguiente también, y así hasta hoy. Poco a poco, mi fascinación a ciegas por la NBA de Jordan fue dando paso a las tardes de Caja San Fernando y la gorra que me firmó Iván Corrales. Ya entonces se había ido Imbroda y llegó la gran década oscura del Caja: los saltos de “el espagueti” –Crespi, así lo llama todavía mi padre-, Aranzana, la Copa del Rey de 2003 –la única que he podido verdaderamente vivir por el momento- y esas campañas tan grises para las que seguíamos renovando el abono, porque lo nuestro no era celebrar el pase al Playoff, sino gritar defensa tres abajo a falta de 30 segundos. Vivimos desde la algarabía de la grada lluvia de triples de Slanina y los que caían con nieve de don Raúl Pérez, la casta de Carlos Cherry –sube el balón, ordena, arma el ataque, se busca el tiro, lanza su triple, se hace con su propio rebote, vuelve al perímetro y grita al quinteto-, el coraje de Cazorla, nuestro doble y eterno agradecimiento al Sheriff, los pies haciendo temblar la plataforma de madera a cada defensa o esa bandera que sacaban de detrás de la canasta tras los grandes parciales del Caja.

Ya no me importaba el fútbol, claro. A medida que crecía fui decantándome por las letras, el estudio, mis torneos de ajedrez federado, la escritura, la poesía, y de ahí a estudiar, llegado el día de elegir carrera, periodismo. De la afición por el baloncesto de casa pasé a interesarme por los Barça-Madrid, el eterno Estudiantes, los Jabones Pardo Fuenlabrada… pude descubrir la ACB desde una de sus plazas más frías, yo diría la más extraña. Con 25 años, sin los años de mis compañeros para alcanzar la erudición que la memoria esconde a las hemerotecas, pude conocer el juego alegre de grandes como Turner, su nada por aquí y asisto por allá, y aquel niño seguidor de  un club que cuenta sus éxitos en subcampeonatos los elevó al pedestal de los héroes.

Terminé la carrera, descubrí el periodismo como compromiso y servicio ciudadano, y llegó la llamada y un e-mail para unirme a esta gran casa que es Solobasket. Deseando contar esa épica que respira en cada bote del balón, me aventuré hacia su zona de prensa. Mi primer año como periodista acreditado, el ahora Cajasol de Joan Plaza volvió a hacer historia jugando toda una final de la Eurocup. Esa misma temporada, en pleno partido contra el Barça, un fotógrafo grande como él solo reparó en mis nervios y me preguntó preocupado si me encontraba bien. Tuve que explicarle que estaba viviendo un partido de baloncesto. Perdónenme si alguna vez notan en mi pluma que se acelera el pulso. Me gusta pensar que es la magia del basket, y que late en mí.