Vivimos en un universo impredecible. No somos más que meras marionetas de un juego macabro entre el orden y el caos en el que el azar ejerce de arbitro impasible. Un porcentaje amplio de nuestra vida está sujeta a los caprichos de la casualidad. La buena fortuna, o ausencia de la misma, en un instante concreto, puede cambiar por completo el curso de nuestra existencia. Ante tal desesperanzador dilema, algunas personas se refugian y buscan consuelo en Dios, otros en la ciencia, y un tercer grupo en ambos; pero lo que es evidente es que las leyes del cosmos nos afectan a todos por igual.
Hace 55 años, el destino de los Lakers estuvo figurada y literalmente en el aire. Quiso la suerte personificarse en aquella expedición y evitar la tragedia, pero para fortuna de los protagonistas de esta historia, pudo haber sido muy distinto.
Corría la temporada 1959-1960 y los Lakers aún estaban emplazados en la ciudad de Minneapolis, la urbe más famosa del estado de Minnesota. En "la ciudad de los lagos", la franquicia más famosa del baloncesto daría sus primeros pasos y empezaría a cimentar su propia leyenda, ayudada por un gigantón de nombre George Mikan que años atrás había comandado la primera gran dinastía en la historia de la NBA. No obstante, aquella temporada 1959-1960 ya había olvidado el dulce sabor de los éxitos anteriores y experimentaba el amargor de una temporada llena de derrotas e inestabilidad. Tanto es así que el dueño, Bob Short, natural de Minneapolis, terminó concibiendo un plan para trasladar al equipo a la soleada Los Ángeles en el curso siguiente (1960-1961).
Aquellos Lakers contaban con una plantilla floja y humilde, que dependía exclusivamente del talento de Elgin Baylor, una de las grandes superestrellas de la liga a pesar de que solo era su segundo año en la misma. En el banquillo, el desfile de nombres estaba a la orden del día. Primero se despidió a John Kundla para colocar a John Castellani, y tras el fracaso rotundo de este, se le otorgó el mando a Jim Pollard casi a mitad de temporada. En resumen, un año para olvidar y un equipo que ya solo pensaba en empezar de cero una vez situados en California.
La tarde del 17 de junio de 1960, los Lakers habían viajado hasta St.Louis para disputar un partido ante los Hawks que perderían por 119 - 135. La superioridad de los locales fue incontestable, y el único Laker en salvar los muebles fue, como de costumbre, Elgin Baylor, que se fue hasta unos increíbles 43 puntos y 20 rebotes. Cifras de otra galaxia que sin embargo no sirvieron para nada. Después del duro varapalo, aún esperaba un soporífero (por rutinario) viaje de vuelta hasta casa. Es el estilo de vida habitual al que se ven sometidos los deportistas profesionales. Viajar, viajar y más viajar. Además, la noche empezaba a echarse encima en la ciudad de St.Louis y era aconsejable partir cuanto antes.
De todos los jugadores que recogían sus maletas y esperaban en el aeropuerto al aviso de su entrenador, había uno que destacaba especialmente por lo misterioso y casi siniestro de su personalidad. Jim Krebs, apodado "Red", era un chico blanco y de aspecto rudo que se había criado en la dura Misuri de los 40 y 50. Pertenecía a la America rural, la del rastrillo, la pala y el tractor. Esa que dibujaba un radical contraste con la sofisticación cosmopolita que se vivía en ambas costas de la nación.
Pateándose las canchas del estado, Krebs llamaría la atención de varios ojeadores universitarios y terminaría recalando en los Mustangs de la Universidad Metodista del Sur, conocida popularmente como SMU. Sus mayores hazañas baloncestísticas vieron luz en el contexto colegial, donde alcanzaría la Final Four de 1956, y en la que SMU caería ante la San Francisco del legendario Bill Russell. Las hazañas de Jim Krebs en la NCAA le permitirían copar una portada de Sports Illustrated, inclusive, pasando a la historia como uno de los mejores jugadores que ha visto la competición. Pero cuestión deportiva aparte, había algo extraño en la forma de ser de Jimmy. Sus compañeros contaban que no se separaba de un viejo tablero de ouija que portaba a todos lados. Su obsesión con lo esotérico era algo que rozaba lo enfermizo. Cada cierto tiempo, gustaba de recordarles a todos el hecho de que había adivinado su propia fecha de caducidad: fallecería a los 33 años.
Conforme penetraba la noche en St.Louis también lo hacía un duro temporal de frío y nieve. Debido a las adversas condiciones climáticas, el vuelo sufrió un retraso de varias horas y la expedición al completo se vio obligada a resguardarse en la sala de espera. En ese ambiente desenfadado, el estado paranóico de Krebs empezó a manifestarse. Insistía en el hecho de que el vuelo estaba maldito y que sufrirían un trágico accidente si montaban en el avión. El resto del equipo conocía de sobra su habitual verborrea fatalista, y entre bromas trataron de tranquilizar al muchacho. Una escena análoga a la de la famosa película Destino Final, que si bien pudiera tener tintes de comedia, en realidad no lo fue tanto debido a lo tétrico del asunto.
"No hacía más que repetir que no debíamos volar aquel día", llegaría a relatar Elgin Baylor.
En cualquier caso, y predicciones macabras aparte, los Lakers terminaron montando en el avión. Era un viejo Douglas DC-3, modelo que había revolucionado el transporte aéreo de pasajeros en las décadas de los 30 y 40. Pese a su antiguedad, su morfología física y técnica resultaba ideal para trayectos de ese tipo. A los mandos del aparato se situaban el teniente coronel Vernon Ulman y el copiloto Harold Gifford. Una pareja con muchas horas de experiencia y que, por lo tanto, ofrecía sólidas garantías. Así pues, a las 20.30 de la noche despegaba el vuelo, con destino Minneapolis, del histórico aeropuerto Lambert-St.Louis International.
A partir de ese preciso momento, las siguientes 4-5 horas serían un auténtico infierno.
Al poco de partir, y debido a lo gélido de la atmósfera, el avión sufriría un fallo eléctrico que dejaría a la cabina con el equipo de radio inoperativo. Sin él, resultaba imposible la navegación y la comunicación con la torre de control. El DC-3 estaba completamente aislado en el aire, como un espectro en la noche, sin posibilidad de establecer relación con tierra. Estaban pilotando a ciegas.
Para evitar el temporal de ventisca y la fuerte nieve que brotaba del cielo con la fuerza de un cuchillo, Ulman y Gifford se vieron obligados a ascender hasta los 15.000 pies, por encima de las nubes. Debido a las características del DC-3, diseñado para un tipo de vuelo determinado, no pudo soportar un ascenso tan radical y prolongado, causando una despresurización de la cabina que envolvió a los pasajeros en una atmósfera de ahogo y angustia. Con el aparato literalmente congelado, sin equipo de radio, y a oscuras por los contínuos fallos eléctricos, el equipo de pilotos no tuvo más remedio que aplicar la navegacion aérea astronómica (basada en la referencia de los cuerpos celestes) para sobrevivir. Es decir, sin el apoyo de los satélites artificiales. El problema de este tipo de navegación es que si no se disponen de las coordinadas visuales determinadas, y ello ocurre cuando se vuela de noche y/o bajo condiciones adversas, resulta casi imposible volar. Era una odisea que requería de un grado de pericia bastante soslayable.
Mientras tanto, en la cabina de pasajeros se mezclaban sensaciones de miedo, terror, claustrofobia, e incluso apatía por parte de aquellos que adivinaban el fatal desenlace. En palabras de Elgin Baylor:
"Estábamos jugando a las cartas, y de repente las luces se apagaron, y empezó a entrar frío. Y durante un rato, el piloto no dijo nada. Todo el mundo quería saber qué estaba pasando, y finalmente nos comunicó que lo único que funcionaba era el generador del avión. No iba el panel de control. No podían ver absolutamente nada".
A lo que el novato Tom Hawkins añadió:
"Lo único que se escuchaba era el zumbido de las hélices girando".
Los contextos tan desoladores hacen que aflore la verdadera personalidad de cada uno. En las situaciones límite nos mostramos tal y como somos, sin añadidos ni colorantes. En la expedición de aquellos Lakers hubo reacciones diversas al horror aéreo que se estaba viviendo. Por un lado, Hawkins recuerda el terrible pavor que le invadió, y el frío desalmado que le recorrió desde los pies hasta la cabeza. Junto a él, se sentaba Slick Leonard, uno de los veteranos del equipo, que haciendo honor a su condición de mentor y "hermano mayor", trataba de tranquilizar al joven.
Por otro lado, cuenta la leyenda que Baylor, en una combinación a medio camino entre heroica y temeraria, se levantó del asiento para colocarse en la parte trasera del pasillo, sentado en el suelo y agarrado a ambos lados de los asientos, buscando neutralizar los bruscos vaivenes que realizaba el avión. En ese momento, le invadió un profundo sentimiento de tranquilidad, como buscando reconciliarse con la paz de su espíritu y conectando con su optimismo patológico.
"En algún sitio leí que la parte trasera es la más segura. Para entonces ya se me había pasado el miedo a morir. Si tenía que marcharme, pues que así fuera. Pero en el fondo tenía la sensación de que no nos ocurriría nada".
Pasaban las horas y el combustible se iba agotando progresivamente. Además, no se sabía cuánto aguantaría el avión en el aire sin que los motores se congelaran, y el aparato simplemente se precipitara al vacío. En un determinado momento de la noche, a eso de las 00.30, el temporal de ventisca empezó a remitir. No lo suficiente para llevar un vuelo apacible, pero sí al menos lo mínimo para ganar algo de visibilidad. En aquella cruda noche invernal, quiso la fortuna que hubiera luna llena. Los rayos de luz procedentes del cuerpo celeste eran lo único a lo que podían agarrarse Ulman y Gifford. Por fin algo de suerte.
Con el avión a pocos minutos de terminar estrellándose en el suelo, la pareja de pilotos tuvo que improvisar y jugárselo todo a una sola carta. No era la opción ideal, pero era la única que había. La idea se le ocurrió a Gifford, el más joven de los dos. Su templanza y coraje se habían ido incubando merced a una experiencia como aviador en la Segunda Guerra Mundial. Sabía perfectamente lo que era estar en situaciones límite, y estaba preparado para responder ante ellas. Además, al igual que Jim Krebs, provenía del entorno rural americano, algo con lo que estaba de sobra familiarizado.
En algún punto de Iowa, el heróico Gifford propuso tratar de aterrizar en uno de los múltiples campos de maíces por los que estaba atravesando el DC-3. Así pues, trataron de encuadrar el avión en el punto de mira de los maizales, con la máquina tambaleándose y el temporal de nieve acechando de manera inconstante. Era invierno y la cosecha todavía no estaba crecida, con lo cual las posibilidades de establecer una improvisada pista de aterrizaje aumentaban.
El piloto avisó a la tripulación de que se abrocharan los cinturones, permanecieran tranquilos y se prepararan para una fuerte toma de contacto con el suelo. Poco a poco, el avión fue descenciendo hasta tocar tierra e irse frenando de manera natural gracias a las características del terreno. Lo habían conseguido.
Cuando el avión se paró por completo, hubo dos o tres segundos de intenso silencio. La mezcla de emociones se podía respirar en el aire, casi palpar con la mano. Pasado ese momento, el pasaje al completo estalló en un infinito mar de júbilo. Carcajadas de felicidad histérica se mezclaban con llantos puros de incredulidad. De pronto un atronador ruido de aplausos invadió el avión mientras los jugadores y entrenadores se abrazaban los unos a los otros.
"Cuando nos dimos cuenta de que estábamos a salvo lo celebramos como locos. Salimos del avión y empezamos a comportarnos como niños pequeños. Nos tirábamos bolas de nieve los unos a los otros", cuenta Hot Rod Hundley, escolta de aquellos Minneapolis Lakers. De hecho, cuentan que fue Hundley el que espetó un conmovedor "vivo para volver a amar", al mismo tiempo que levantaba los brazos en señal de triunfo.
"Cuando aterrizamos permanecí sentado como un muñeco de trapo. Estaba exhausto de la ansiedad, la adrenalina y la tensión", comentaría años después el propio Harold Gifford.
La noticia de que los Lakers se habían salvado de un accidente aéreo gracias a un improvisado aterrizaje en un campo de maíz de Iowa, corrió como la polvora. Fue como leer la crónica de un milagro. Y desde luego, los jugadores no pudieron evitar celebrar aquella noche como si hubiesen vuelto a nacer.
Muchas décadas después, la franquicia angelina, motivada especialmente por las gestiones de Jeanie Buss (copropietaria del equipo) homenajearía a Harold Gifford (el otro piloto, Vernon Ulman, moriría en 1965) como uno de los grandes héroes de su historia, sin haberse vestido de corto o tener nada que ver con la práctica del baloncesto.
Por otro lado, la leyenda negra de Jim Krebs, el hombre que profetizó aquel histórico incidente, no haría sino crecer tiempo después. Y es que cinco años más tarde encontraría la muerte al ser aplastado por la rama de un árbol, que le golpeó en la cabeza cuando trataba de ayudar a un vecino. Falleció a la edad de 29 años, cuatro menos de lo que predijo.
¿Se imaginan cómo sería la NBA actual si lo ocurrido el 17-18 de enero de 1960 hubiera terminado en fatalidad? Los Lakers jamás se hubieran repuesto de algo así, y desde luego el panorama resultante sería muy distinto a lo que conocemos actualmente. Solo recuerden que todo se lo debemos a un intrépido piloto, veterano de la Segunda Guerra Mundial.
Estas líneas van por usted, estimado Harold.