Nikita Kruschev lo llamó ‘coexistencia pacífica’. Durante el XX Congreso del Partido Comunista (1955), el líder soviético hizo pública la fórmula que permitiera sostener un crecimiento económico al mismo tiempo que se marcaba un clima de gélido respeto ante el mundo capitalista. En realidad, se trataba de mostrar el poder atómico, a modo de señal de aviso, para después contenerlo, evitando la fatalidad.
John Foster Dulles, secretario de Estado y ejecutor en la política exterior de Dwight Eisenhower, por entonces presidente de los Estados Unidos, se subió a su barco pese a anunciar pretender lo contrario. Los rostros visibles del mundo compartían pensamientos y apariencias, aunque bien distintos los unos de las otras. Era la Guerra Fría. Una Guerra Fría subida de temperatura.
Con el termómetro disparado y sin entender de represión vive Kevin Love, un hombre que no es, aunque su apellido induzca a pensarlo, nada afectuoso realizando su trabajo. Lo suyo sí son represalias masivas. En su caso, conviene olvidar su aspecto de blanco alérgico al contacto y apacible hermano mayor, es dinamita. Ingente material explosivo que detona una y otra noche, y así todas las noches, como si no hubiera mañana.
Es un instinto monstruoso para el rebote. Una fuerza incontenible guardada en un frasco mucho menos fiero, en su traza, que el de Moses Malone o Dennis Rodman. Es difícil ver algo igual a Love cuando el balón repele un aro, sea el propio o el ajeno. El don de la colocación lo tienen muchos, las manos adherentes, otros tantos; ambas cosas, ya menos. Pero si a eso le unimos la voracidad felina y una capacidad casi irreal de someter otros cuerpos en movimiento, solo nos quedan unos pocos elegidos en toda la historia. Y entre ellos el chico de Oregon.
Porque, californiano de nacimiento, Love es uno de los muchos casos de deportistas que son amados y poco después odiados por una misma región. Así, fue ídolo en Lake Oswego High School, donde se veía las caras año tras año con un chaval rubio que también apuntaba maneras, de nombre Kyle Singler, por el honor de ser el mejor equipo de la región. Pero más tarde villano, por dar el sí a UCLA y no continuar su periplo universitario en la tierra donde había crecido.
John Wooden y Bill Walton, leyendas con mayúsculas, sembraron sabiduría en su cerebro durante su único e inevitablemente exitoso año en la NCAA y en Minneapolis van recogiendo los frutos. Tan sabrosos como, lo más significativo, abundantes. Porque la posibilidad de la coexistencia en las zonas NBA sería real si Kevin Love se quedase únicamente en una criatura de sobrenatural habilidad para el rebote. Pero no, el joven encierra más. Mucho más.
Propongo una sencilla actividad de imaginación. Piensen en un jugador, de buen pero no exagerado tamaño, destinado a posiciones interiores. Seamos generosos, pónganle el citado don en la siempre sacrificada lucha bajo los aros. Añádanle ahora un lanzamiento letal desde media y larga distancia. También una extrema competitividad. Y, por último, inyecten enormes dosis de inteligencia, de recursos técnicos y tácticos. Olfato a la hora de moverse con y sin balón, de pasar, de intuir. En definitiva, de jugar al baloncesto.
Agítenlo bien. Ya está, ya tienen a Kevin Love. Un prodigio incapaz de coexistir con otros en la jungla. Alguien con la ética de aquel jugador marginal que pone su alma en cada minuto en cancha, anhelando minutos para un contrato con suerte de un año. Con el liderazgo del que, lejos de aparentar 23 años, reta como si hubiese superado ya mil batallas. Su hambre profesa terror. Ni convivir con un heredero de Tim Duncan, que muestra su talento en Oregon; o con un ciborg de incomparable exuberancia física, afincado en California, perturba su superioridad. Curiosamente ambos puntos en el mapa le resultan familiares. En ambos triunfó. Parece predestinado a ello.
Alejado de su perfil se encuentra el lugar que le acoge. Minnesota y los gélidos Timberwolves distan mucho de ser el lugar idóneo para una fiera de sangre tan caliente. Curiosamente, también en su día fue ese el primer hogar de uno de los mayores depredadores interiores de la historia de este juego. Porque fue Kevin Garnett quien situó la franquicia en el mapa, al ritmo del salvaje bombeo de su espíritu competitivo. El sucesor comparte con él la indómita mirada del que se sabe capaz de desafiar cualquier límite.
Los números, en ambos casos, son menos fríos de lo habitual. Ya se sabe cómo seducen y muestran cosas mientras ocultan lo más importante. Los de Love son desmedidos, de otra época. De cuando los gigantes jugaban con los niños en blanco y negro. Pero es su trascendencia la que realmente impide pestañear. Más el cómo y el cuándo que el qué. Un animal competitivo destapa su verdadera esencia cuando el pulso de los demás se acelera y los objetivos buscan el héroe al que coronar.
El futuro tendrá muchos nombres, podemos pensar con coherencia. Será el resultado de una convivencia en la que todos hagan notar su luz, alternándose. Sin embargo, el poder nuclear se opone a la idea. ‘El origen de las especies’ (1859), obra de Darwin, ya hacía referencia a que únicamente los más preparados serían capaces de sobrevivir. Nadie lo está más que Kevin Wesley Love, el hombre que con mayor firmeza desafía la coexistencia pacífica en el sagrado arte del juego en la zona.