Pyongyang, Corea del Norte, 10 de octubre de 2009. Cuatro y media de la tarde. Luce el sol y un grupo de turistas occidentales se dispone a visitar una escuela secundaria de la capital del régimen norcoreano, el más cerrado y uno de los más desconocidos y desconcertantes del mundo. La visita no parece que vaya a aportar nada especial al grupo: una más en una serie de intentos del régimen de demostrar que el país va bien, de mostrar al mundo toda la belleza del “paraíso del socialismo”. Sin embargo, la presencia de un campo de tierra y un par de canastas destartaladas puede cambiarlo todo.

Ya dentro, una fotografía en una vitrina recuerda los grandes logros de la escuela en el deporte de la canasta: 17 títulos de la ciudad de Pyongyang y 13 de toda Corea del Norte en los últimos 20 años, siempre bajo el liderazgo de un mítico entrenador local, la avalan como una de las grandes canteras del baloncesto norcoreano. No estaría mal poder echar unos tiros con estos chavales…

Justo mientras este pensamiento deambulaba por la cabeza de uno de los turistas, pudo ver un grupo de estudiantes con un balón de baloncesto que se dirigían a la cancha: había llegado el momento de pasar a la acción. Unos minutos de insistencia bastaron para que los guías sirvieran de interlocutores y ofreciesen a los chicos norcoreanos la posibilidad de enfrentarse a este improvisado equipo de extranjeros: aceptaron encantados.

Superado el primer escollo, encontrar 4 voluntarios para unirse a la causa no fue demasiado difícil: todo estaba listo para el salto inicial. Sin árbitros pero con un cámara filmando, cada vez más gente mirando desde la calle, una pelota más o menos esférica y un campo lleno de baches nos dispusimos a pasar un rato disfrutando de nuestro deporte favorito.

Durante los primeros instantes del partido, los europeos parecían llevar la iniciativa: una zona 3-2 muy cerrada, unida al control del rebote defensivo, conseguía maniatar el buen juego de conjunto de los disciplinados norcoreanos, aunque el desacierto en ataque de los turistas mantenía la igualdad. Tras unos cuantos ataques, el combinado norcoreano conseguía romper la defensa y ponerse por delante en el marcador. Una serie de dos contra uno nada más sacar, unidos al agotamiento y el polvo inhalado, empezaban a hacer mella en los jugadores europeos, que perdían un par de balones y veían como los jóvenes norcoreanos se les escapaban en el marcador.

Sin embargo, todavía quedaba tiempo para un último esfuerzo, un bonito contraataque culminado con un rebote ofensivo que daba los primeros –y últimos– puntos al poco preparado combinado occidental.

Poco después de esta canasta del honor llegaba el fin del tiempo estipulado por los escrupulosos guías y, quizás, el momento más emotivo del encuentro: las felicitaciones y apretones de manos entre los miembros de ambos conjuntos, entre personas provenientes de dos realidades diametralmente opuestas.

El resultado –victoria de los norcoreanos por 6 a 2– fue, obviamente, lo de menos: la posibilidad de disfrutar del amor por un deporte universal, de olvidar guerras, odios y recelos por unos minutos, de sentirse más humano que nunca gracias al baloncesto es lo que realmente importa.

Porque el baloncesto no sólo es el espectáculo de los grandes profesionales de la NBA o la Euroliga: el baloncesto es también un deporte universal que permite romper barreras en apariencia insalvables, como que unos jóvenes norcoreanos choquen la mano sonrientes al que consideran su enemigo, y que puede dejarnos grabados en la mente recuerdos tan imborrables como el más bello mate de Michael Jordan.