Solo los más fuertes sobreviven o, en este caso, alcanzan un éxito sin paliativos. En una jungla como la NBA, en la que algunos buscan llegar a la gloria deportiva, otros sostenerse en ella o la gran mayoría hacerse un nombre en el mejor escaparate baloncestístico del mundo, no suelen darse medias tintas ni controversias; los mejores, los que nunca tropiezan en el alambre de la regularidad, se distinguen del resto y logran llegar a ser leyendas. En la final de 2016 se enfrentaron dos de esos jugadores: Lebron James y Stephen Curry. La ronda magna también se entendió como un duelo entre ambos; un choque de estilos diametralmente opuestos en lo individual pero marcados ambos por el estigma de que todas las miradas cernidas sobre ellos no esperan otra cosa que la majestuosidad constante y abrumadora. A la hora de la verdad fue el alero el que trascendió una vez más allá del resto para sumar su tercer anillo y tercer MVP de las finales, frenando en seco a los de Steve Kerr, que llevaban un 3-1 de ventaja en la serie, de un Curry al que se le deshinchó esa burbuja de esplendor que es norma habitual en él.

Curry, tras una temporada regular inigualable, acaparó todos los elogios habidos y por haber. No era para menos; el mejor tirador seguramente de todos los tiempos saca brillo a su genialidad hasta puntos nunca antes sospechados. Esa apariencia frágil y esa magia constante en cada una de sus acciones le convirtió en un ejemplar único y exclusivo a estas alturas de la película; como ese creador capaz de crear algo inverosímil cuando ya parece que está todo inventado. Nadie ha tratado de colocar ni una coma a sus hazañas, el baloncesto encontró un filón de oro con la vertiente de la técnica, el espectáculo y la calidad llevada al extremo. Líder, además, de un equipo que había perdido solo 9 de los 82 partidos de la liga, todo un récord. Todo hacía indicar que volvería a guiar a su equipo a un segundo anillo consecutivo tras ser nombrado nuevamente MVP de la fase regular.

Lo rozó con la yema de los dedos pero en su camino hacia el trono de la NBA chocó con la otra cara de la moneda. El constante verdugo, el eterno aspirante allí donde esté, no siempre tan amado como respetado pero al que no queda más que rendirse y aceptar su superioridad. Porque en ocasiones los más poderosos son los que se llevan el gato al agua, mientras al resto le toca resignarse. El equipo que ya triunfó el año pasado con un quinteto sin jugadores altos, el actual 'Showtime', el triple como forma de vida… Todo ello fue repelido por un 'trailer' dispuesto a arrasar con la más bella de las obras de los últimos tiempos. Lebron James fue el mejor en todo en las finales, un hecho inédito. Se erigió en el líder en puntos (29,7), rebotes (11,3), asistencias (8,9), robos (2,6) y tapones (2,3). 'El Rey' veneró una vez más su aura soberana, haciendo brillar su corona y dando lustre al apodo de 'El Elegido' que se le puso al llegar a la liga. Eso sí, el Lebron de hoy en día ha aumentado su repertorio hasta rozar la excelencia. Quizás su mayor carencia, el tiro exterior (los tiros libres tampoco son su especialidad), se ha tornado en el eje vertebral que le ha catapultado hasta lo que es, porque ha conseguido ser dominador en el resto de facetas hasta un punto insultante. El tapón a Iguodala en los últimos minutos fue claramente paradigmático de su control sobre el devenir de los encuentros. Otro tapón, el que le colocó a Curry en el sexto, fue una forma de autoproclamar como el dictador único de las rondas finales.

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Ha conseguido aunar la fuerza, velocidad y habilidad que siempre ha tenido con una con una mente que actúa como un ordenador en base a la experiencia. Es un perfecto ejecutor a la vez que un entrenador en la pista y un líder en el vestuario. Su capacidad de leer el juego y repartir pases a sus compañeros le hace imprevisible y sabe que sus cualidades se maximizan cuando se acerca al aro, así golpeó hasta desangrar a los Warriors en el séptimo encuentro. El triple va ganando terreno cada vez más, pero no es fiable incluso cuando los tiradores son los más certeros y así se demostró. Por eso, Lebron pocas veces falla, su margen de error es mínimo.  En el sexto, por su parte, anotó 20 puntos él solo de forma consecutiva en el tercer cuarto cuando la posibilidad de despedirse del curso atenazaba. Si su equipo está a punto de ser eliminado y suena la alarma de urgencia se acerca a los 40 puntos de promedio durante su carrera. Activa el modo depredador y es detectable, pero a la vez imparable y desesperante para el que está enfrente.

Mientras tanto, el base de los Warriors demostró en las finales que es terrenal. Se hizo más pequeño que en la temporada regular, aunque no es de extrañar. En la fase final se recrudece la intensidad defensiva, el contacto es mayor, los árbitros son más permisivos y ahí se diluyó la habitual capacidad de Curry para romper moldes hacia lo imprevisible. Con Klay Thompson ocurrió parecido. Sus números bajaron de los 30,1 puntos del ejercicio hasta los 22,6 de las finales, mientras que las asistencias se redujeron de 6,7 a 3,7. Hay que recordar que en las finales del curso pasado el MVP recayó sobre Andre Iguodala tras unas prestaciones no tan altas del director de juego. No ha sido el caso de Lebron, que por otro lado ha perdido otras cuatro finales, dos con los Heat y otras dos con los Cavaliers. Nadie tropezó en más finales que Magic Johnson y Kareem Abdul Jabbar, ambos posiblemente incluidos en el mejor quinteto histórico, en el que asoma también el 23. Lo cierto es que el mayor mérito recae en Curry, nadie hace más con menos y ha llevado a la liga americana a otro peldaño, pero es irrefutable que a la hora de la verdad, cuando el cansancio y la mente agotan la voluntad, el 'Elegido' nunca falla, siempre presto para por ampliar su reino. Aún tiene tiempo de alcanzar los cinco anillos de Kobe Bryant, Tim Duncan y Magic Johnson o los 6 de Michael Jordan. Larga vida al Rey.