Son los cuatro de la mañana y en la radio suenan las primeras noticias provenientes de la costa este del país, donde el sol ya lucía y la gente empezaba a construir un nuevo día. En el otro extremo de la geografía estadounidense, la oscuridad sigue siendo la protagonista indiscutible de la noche, aunque el ruido de la lluvia se deja colar por los resquicios de las ventanas de aquella casa grande a las afueras de Portland. No hay manera de conciliar el sueño, hay algo en la cabeza de Drazen que no termina de tomar un sentido lo suficientemente claro como dar una explicación sencilla a una pregunta simple: ¿Por qué? Se levanta y coge el teléfono para marcar el número de su casa con la intención de hablar con su madre, lo hacía muy a menudo, era algo natural para desahogarse, y siempre terminaba aquella repetitiva conversación con una sola frase: “Lo conseguiré, mamá”.
Para alguien que inicia su carrera deportiva cuando apenas es un adolescente no debe ser fácil adaptarse a una vida completamente diferente en un lugar a miles de kilómetros de casa, y mucho menos cuando eres uno de los últimos monos de la rotación. Drazen Petrovic había viajado por el mundo, había incluso probado lo que era la ACB de la mano del Real Madrid, pero ni fue su mejor año aquel que vivió en España, ni fue una experiencia lo suficientemente larga como para comprobar lo que significaba estar solo. En el Madrid y en Europa Petrovic era Dios, como en la Cibona, como en Sibenik, lo único que cambiaba era que ya no estaba en su hogar. Aquello fue algo pasajero antes de cumplir el gran sueño, fue como un peaje que tuvo que pagar para aterrizar en EEUU y jugar con los mejores, donde siempre mereció estar y donde muchos vaticinaron que triunfaría.
Entonces, el cambio fue de una magnitud irreconocible para Drazen. Paso de ser ese Dios único y todopoderoso a ser, simplemente, uno más. Ya no era tan divino y su figura se diluyó con el paso de la temporada, de los partidos y de su poco bagaje sobre la pista. Los Blazers le habían ofrecido un buen contrato para la época y para un europeo, pero no jugaba, y si no jugaba ya no podía ser Drazen Petrovic. Sin embargo, sus propios compañeros sabían a quién tenían al lado, sabían de lo que era capaz y de que debería jugar muchos más minutos de los que disponía, pero esa oportunidad de tener una continuidad no llegaba y nunca lo haría. Le habían cortado las alas a un ángel del baloncesto, a un prodigio pocas veces visto.
A lo largo de su carrera, Drazen pagaba su frustración y sus fallos con castigo físico y más entrenamiento, una cuestión que podía ser catalogada como demencia por algunos médicos. No obstante, el propio Petrovic entendía la vida de esa manera, para él no había otro camino que ese para triunfar, aunque en aquella ocasión de poco le iba a servir. Era un recién llegado, un Rookie a pesar de que al otro lado del Atlántico lo había ganado todo a nivel profesional, a fin de cuentas era un simple europeo a los ojos de muchos, y en los Blazers jugaban Porter, Kersey y Drexler; era como si las puertas se le cerraran solas delante de sus narices y sin ni siquiera tener la oportunidad de intentar pasar a través de ellas.
Eso le preocupaba, se comía la cabeza, no estaba a gusto y terminó por desquiciarse, por coger una obsesión enfermiza por querer cambiar aquella situación. Se pasaba las noches en vela, pensando el cómo, el por qué y el cuándo. En esas noches de insomnio hablaba con su madre y con un Vlade Divac que sí que estaba teniendo un buen impacto en la NBA, algo que le llevaba a sentirse mucho más frustrado y un tanto infeliz; su sueño estaba tornado a pesadilla de forma peligrosa sin que pudiese decir palabra alguna al respecto. Era algo demasiado duro para alguien con un talento tan especial.
Además, el hecho de que Portland llegase a Las Finales en aquella, su primera temporada en EEUU, parecía darle la razón a Rick Adelman, el hombre que no terminaba de ver en Petrovic un arma contundente para competir, que no vio las virtudes del chico europeo que tenía en plantilla. Era la primera vez en su carrera que Drazen no iba a ser parte importante de los partidos decisivos por un trofeo; su mirada en el banquillo lo decía todo, porque no podía ayudar a sus compañeros y a los Blazers se les escapó el título.
El inicio de su segunda temporada en la NBA no cambió demasiado el panorama, algo que se agravó con la llegada de Danny Ainge a la lluviosa ciudad del Estado de Oregón. Eso se tradujo en menos minutos y en más entrenamiento para Drazen, pero el premio seguía sin aparecer en escena. Era incomprensible que Petrovic siguiese en una plantilla en la que ya no tenía peso, si es que en algún momento lo tuvo, y eso acabó con el balcánico traspasado a los New Jersey Nets tras haber jugado dieciocho partidos con los Blazers esa misma campaña.
A partir de ahí, su vida volvió a dar un vuelco. Los Nets fueron el sitio adecuado en el momento adecuado para sacar adelante todo el potencial de Petrovic. Su aterrizaje en la franquicia proveniente de la ABA consiguió que el mundo quedase boquiabierto con lo que ya muchos sabían. Drazen se convirtió en una estrella de la NBA y por fin pudo respirar en paz, porque su carrera volvía a arrancar en un momento de madurez deportiva exquisito, aunque nunca se podrá comprobar con certeza cuál habría sido su impacto total en una competición que ya empezaba a dominar y en la que muchos aseguran que hubiese acabado como All Star.
Petrovic vivió rápido y murió joven por desgracia, pero por lo menos fue capaz de salir de aquellas noches de insomnio, lluvia y de rosas con espinas para escribir su pedacito de historia en la mejor liga del mundo.