Cuando alguien como yo, que tuvo la suerte de descubrir el universo de la NBA en los 80, recuerda imágenes y fragmentos de aquella época, es inevitable visualizar a los grandes de esos años. Aquellos a los que catalogaron como los causantes del Renacimiento de esa Liga y que fueron el caldo de cultivo para lo que tenemos ahora.

No se concibe el basket de aquellos años sin los contraataques de Michael Jordan, o el dominio de los tableros de Mo Malone. Sin embargo, entre todo ese caviar, entre toda esa maravilla plástica, a veces tenemos guardados en nuestra mente momentos dramáticos. Posiblemente sea por la dureza de las imágenes o quizás por la poca frecuencia de las mismas, pero es curioso como entre un no-looking-pass de Magic Johnson y un buzzerbeater sobre Craig Ehlo de Jordan, se nos cuela una rodilla destrozada por una posición antinatural al apoyar o una zapatilla rasgada por el efecto de un tobillo en ángulo de 90º con el propio pie.

No se concibe el basket ni ningún otro deporte sólo con héroes, sino también con villanos. No sólo con estrellas, sino con desinteresados jornaleros. Y no únicamente con afortunados, sino con desheredados de la propia fortuna. Aquellos hombres o mujeres que un segundo después de que el desatino del destino les haya señalado, sus carreras y sus vidas cambian para siempre.

Supongo que está en la naturaleza humana, pero los hombres tendemos a sentir cierta condescendencia con ese gremio maldito, cierto apego por ese grupo de jugadores que han visto sus alas cortadas y que sienten una frustración interna por algo tan duro el quiero y no puedo.

Personalmente, entre toda esa pléyade de desafortunados siempre he sentido especial predilección por uno de ellos. Quizás sea porque su estilo de juego y su altura nunca concordaron, quizás porque me recordara a otro jugador que adoraba, tal vez sólo fuera porque tenía clase a raudales, o simplemente se trate porque todo el mundo elige a alguien, a veces sin saber por qué, dentro de un colectivo.

Shaun Livingston (2.01/1985) era un tipo alto y delgado que jugaba de base y que había dominado en el baloncesto de high school norteamericano. Desde sus dos metros de altura estaba acostumbrado a ganar y por ende, sus equipos también. A pesar de haber firmado por Duke, decidió saltar directamente a la NBA sin pasar por la universidad y los Clippers, habituales en las primeras posiciones de casi todos los Drafts, lo eligieron en el número 4. En un equipo –eternamente- joven y –eternamente- con futuro, la figura de un veterano como Kenny Anderson era perfecta para formar en un puesto tan comprometido para un rookie como es el de base. Pocos son los entrenadores que entreguen la manija de un equipo a un novato y muchos son los que buscan cicerones para que les formen y les ayuden en sus primeros pasos en la Liga.

El Livingston pre-lesión:

Aparecieron los primeros problemas físicos para él, lo que le forzaron a perderse un buen número de partidos en su primera campaña como profesional. Sin embargo, su vuelta hizo que a finales de la temporada fuera nombrado Novato del Mes de Abril, lo que era algo significativo y, sobre todo, esperanzador.

Al año siguiente los Clippers adquieren a Sam Cassell para ocupar el puesto de base. ¿Más competencia para Shaun? Sí, pero un maestro incluso mejor que Kenny Anderson. Además, la altura de Livingston le permitiría jugar de escolta y compartir minutos en cancha. La temporada termina con el equipo en Play Off. Sí ¡los Clippers en Play Off! Shaun juega de forma habitual y sus números, sin ser excelsos, muestran que puede hacer de todo en la cancha. Su juego lo confirma; puede postear a bases más bajos que él –casi todos-, pasar bien el balón, rebotear… Clase, lo que tiene Shaun es clase. Y lo que es mejor, sólo tiene 20 años.

Todo trascurre más o menos según el guión previsto. Con ligeros problemas físicos en sus rodillas, pero su evolución continúa de una forma aceptable para conseguir desarrollarse como un gran jugador en un futuro no muy lejano. Sin embargo, la noche del 26 de febrero de 2007, en un partido frente a los Charlotte todo cambia. Shaun sufre una de las lesiones más graves que un jugador puede sufrir. Para resumirla sin entrar en tecnicismos, digamos que se destroza la rodilla por todos los sitios posibles tras fallar una bandeja en un contraataque. Imágenes realmente duras las de su lesión, de las que se graban en la retina. Tanto o más que las lesiones sufridas por Larry Kristowiak a principios de los 90 en un partido de los Bucks y Juanan Morales con la Selección Española en un partido frente a Italia a finales de los 80.

Y entonces, todo se acabó para él.

Peter Pan vuelve de Nunca Jamás y casi cinco años después, aún no ha conseguido volver. Lo intentó en Miami, Oklahoma y Washington, pero nada. El año pasado Charlotte confió en él firmándole dos años y tras su temporada más potable desde la lesión, fue traspasado a Milwaukee. En los Bucks está disponiendo de algo más de veinte minutos por noche y se ha sabido adaptar al rol de jugador de rotación. Anota menos que antes, rebotea menos que antes, asiste menos que antes y su importancia en la pista es mejor que antes. Sin embargo, sigue mostrando una clase innata para jugar al baloncesto.

Él es consciente de que recuperar el Shaun de antes de la lesión es improbable. La mayoría no piensa que sea improbable, sino imposible. El jugador reconoce que físicamente es más lento y menos explosivo que antes de la lesión e intenta asumirlo ganando en experiencia y en lectura de partidos. Eso le honra porque habría muchos como él que se negarían a jugar siendo la sombra de lo que eran o de lo que podrían haber sido por el mero hecho de haber sido señalados, un día cualquiera, por el dios de la mala suerte.

Camino hacia la recuperación

El problema de ser rico es que si alguna vez vuelves a ser pobre, te cuesta muchísimo más adaptarte que aquel que ha sido pobre toda su vida, porque éste no ha disfrutado de las lindezas de la riqueza y no sabe lo que se está perdiendo. Extrapolado esto al talento baloncestístico, creo que es la mejor frase con la que se puede definir, a día de hoy, a Livingston. Y ahí, ahí sí que ha triunfado, porque él lo sigue intentando. Una y otra vez cuando muchos hubieran tirado la toalla.

Y cada año, el 26 de febrero le recuerda que en baloncesto, como en muchos aspectos de la vida, no hay justicia.