Se considera al exjugador Charles Barkley, ahora comentarista televisivo, como a uno de los personajes más libertarios del circo NBA cuando, en realidad, no es más que un bufón en la Corte de Mr. David Stern: un joker a veces gracioso y a veces patético. Pero es lo más parecido a un ácrata que tiene la Liga. Sí, porque la profundidad de cualquier frase emitida por un profesional de la NBA –con la notable excepción de la poesía de Etan Thomas (jugador de los Wizards de Washington), que es capaz de transmitirnos algo con sus letras- corresponde al nivel de un estudiante de primero de la ESO. Como mucho.
Pero hay un jugador de la NBA que dice cosas como estas: “En Miami, tienen grandes programas cristianos en los shows nocturnos”. O esta otra: “Parece que Jesús viste una túnica, pero en realidad es una toga”. Y esta otra: “Para que crezcamos como seres humanos, tenemos que saber. Para conocer a tu hermano, tienes que conocer al prójimo. Un pez, dos peces, pez rojo, pez azul”.
A mí me suenan a frases que podrían haber sido extraídas de una obra de algún escritor de la Generación Beat: de un relato de William Burroughs, o de Allen Ginsberg, o incluso de Jack Kerouac. También me resultan próximas a Charles Bukowski, uno de los grandes escritores modernos estadounidenses, a menudo erróneamente señalado como miembro de esa Beat Generation, y que es uno de mis escritores preferidos desde mis años de estudiante. Bukowski fue un autor muy prolífico que publicó cincuenta y tantos libros, multitud de relatos cortos e infinidad de poemas. Algunas de sus obras tienen títulos tan peculiares como: “Escritos de un viejo indecente”, “Erecciones, eyaculaciones, exhibiciones y relatos generales de la locura corriente”, “Arder en el agua, ahogarse en el fuego” o “El capitán salió a comer y los marineros tomaron el barco”.
Las frases reseñadas más arriba están dichas por Delonte West, jugador de los Cavaliers de Cleveland. Y aunque parezcan inconexas, indescifrables y seguramente inabordables, a mí me parecen diferentes. Por lo menos, demuestran que el mundo de Delonte se sitúa muy por encima del parqué de una cancha. Y resultan tan singulares como el personaje que las ha pronunciado.
No hace mucho, uno de los grandes iconos de la NBA, Isiah Thomas, fue trasladado en ambulancia a un hospital tras ingerir una importante cantidad de somníferos, en lo que podría interpretarse como un intento de suicidio. Para acallar cualquier rumor al respecto, Isiah dijo que la persona a la que habían trasladado al hospital era su propia hija, quien sufre a menudo pérdidas de conciencia. Escribí aquí sobre ello, dando a entender que Isiah había dado quizás una llamada de atención, aunque obviamente no soy ningún experto en la materia. Pero como esto de los blogs es algo muy inmediato y muy cercano, Shifty, un lector habitual de SOLOBASKET, psicólogo de profesión, nos iluminó a todos al respecto. Y aprendimos mucho de él.
Pues bien, en contraste con la actitud de Isiah Thomas, Delonte West admitió recientemente que estará de baja temporal para atender y cuidar adecuadamente su mente. Y reconoció que sus problemas de depresión y de trastorno emocional son demonios ocultos que el hombre lleva combatiendo toda su vida. West fue honesto y sincero con la prensa acerca de su historia personal y señaló lo importante que era para él dejar el día a día de la NBA y recibir el tratamiento correcto para sus alteraciones. Rápidamente, algunos reaccionaron asegurando que “por eso este chico es tan raro”. Pero, en general, el apoyo que ha recibido Delonte es mayoritario; dentro y fuera de la Liga.
Una de las cuestiones que se plantean entonces es: ¿por qué Delonte West no tiene problema alguno en reconocer sus problemas de salud mental, mientras que Isiah, y otros muchos deportistas -más de los que el lector se imagina, debe creerme- ocultan la cabeza como avestruces y escapan de las implicaciones que pudiera tener su admisión pública de padecer trastornos mentales? No sabemos exactamente la profundidad de los problemas sicológicos que tienen algunas estrellas. Pero el comportamiento más frecuente de casi todas ellas es muy estándar: la regla que aplican es que el público no sepa que padecen ese tipo de complicaciones.
No sé; quizás todo sea una simple cuestión de estatus. Isiah, por ejemplo, es –o fue- un icono de la NBA, uno de los grandes en la historia de este deporte. West, por su parte, es un jornalero de la canasta que ahora forma parte de unos Cavs muy mejorados. Pero no hay comparación posible entre la exposición pública que tiene y ha tenido uno, y la que tiene y ha tenido el otro. Que yo sepa, Delonte, por no tener, no tiene ni patrocinador de zapatillas y muy rara vez es noticia por su sobresaliente actuación en la cancha. Pero en todo caso, su confesión pública ha hecho que el hombre sea un poco más vulnerable. Me parece que West, que ya era ampliamente conocido en la NBA con el alias de “ese tío con problemas mentales” o, en el mejor de los casos, etiquetado como “un excéntrico” o como “un loco”, no lo va a tener nada fácil.
He tenido la suerte de pasar tiempo con algunos equipos de la NBA; y además he podido hacerlo en épocas distintas. Y una de las cosas que he aprendido, observando a los jugadores, es que las presiones emocionales y psicológicas del baloncesto profesional son dolorosas para muchos, apenas tolerables para algunos, e insoportables para unos pocos. No conozco a Delonte personalmente, pero su caso demuestra alguno de los signos claros de estrés, y de distrés, que conlleva la vida cotidiana en la NBA.
Más aún. La cultura de la Liga NBA, y de todos los deportes profesionales en general, no acepta bien a los deportistas que tienen este tipo de problemas. Por la razón que sea –cultural, social, de entorno- muchos jugadores se niegan a recibir ayuda. Y los compañeros de equipo no suelen ser muy proclives a animar al jugador que sufre trastornos emocionales a que vaya al psicoterapeuta a tumbarse en un diván. El baloncesto es un juego maravilloso, pero no deja de ser un ejercicio (entiéndase bien esto) violento: en el que cada segundo de competición por introducir el balón el aro, o por evitar que el contrario lo meta en el tuyo, es un combate sin cuartel. Es una contienda llena de rigor competitivo; de presión constante. Es, además, un espectáculo de masas enormemente popular, observado por centenares de miles de aficionados cuya pasión, algunas veces, bordea también la patología. Todos esos ingredientes, debidamente mezclados, pueden llegar a quebrar la psiquis de un deportista joven y vulnerable.
El anuncio de West es muy valiente: este es un mundo “macho” que se guía por ciertos códigos no escritos y generalmente muy estrictos. Y, del mismo modo que será difícil que veamos a un jugador en activo de la NBA salir del armario en lo relativo a su (homo) sexualidad, es también muy difícil que un jugador tenga el valor de admitir que tiene problemas psicológicos en un universo tan militarista y tan machote como es la NBA.
Pienso ahora del jugador del Houston, Tracy McGrady. T-Mac es uno de los jugadores más populares y reconocibles de la Liga, un excelente anotador y un tipo con una personalidad muy abierta. Pero a menudo se le asocia, también, con atributos del carácter que no son tenidos muy en positivo en el mundo de la NBA: tales como la tristeza, la desilusión o la desmoralización; elementos todos ellos que, no hace falta haber estudiado medicina o psicología para saberlo, inducen a la depresión. T-Mac está considerado un tipo “con un carácter problemático” en la NBA. También se le etiqueta frecuentemente como un perdedor, como una influencia negativa en el vestuario, e incluso como un tío un tanto gafe. En gran parte, esto le sucede a McGrady por sus perennes esfuerzos –hasta ahora baldíos- en ganar con sus Rockets en tiempo de playoffs. Pero, sobre todo, por su proverbial sinceridad, por su candor, a la hora de hablar en los medios de comunicación sobre situaciones de su vida personal que afectan negativamente su visión sobre el baloncesto.
Pero aquí no hablamos de juzgar a unos deportistas con complicaciones psicológicas. Hablamos de gente que necesita ayuda. De personas que, gracias al cielo, dan valientemente el que, dicen los psicoterapeutas, es el primer paso hacia la aniquilación de todos esos demonios interiores: reconocer el problema. Esperemos que Delonte West pueda resolver todas esas dificultades que le perturban y que derrote a todos esos monstruos que ahora habitan en su mente. Y, sobre todo, que pueda volver a practicar pronto el deporte que ama y en el que destaca.
Porque un tipo capaz de pensar y de decir esto: “dentro de veinte años, me veréis conduciendo un jeep. Desnudo, vestido sólo con unos calcetines hasta los tobillos y con una cinta de pelo de los Boston Celtics; conduciendo desde Boston hasta California. Sí, haré eso. Y tal vez calzaré unas Chuck Taylors. Iré desnudo. Cuando tenga sesenta años”, merece salir del túnel. Así es Delonte West. Pura Beat Generation. Puro Burroughs. Puro Bukowski. Puro.