Suena la bocina en el gimnasio del Power Memorial Academy, enclavado en el corazón de Nueva York, y el equipo vuelve a alzarse con la victoria. Los jóvenes muchachos se abrazan unos a otros sabedores de que han hecho historia en el instituto que les vio crecer. Por encima de todos ellos se alza una figura sobria y espigada, pero de porte majestuoso, que se erige en culpable principal de la hazaña. Una más de tantas. Su nombre ya resuena en todos los hogares de la ciudad que nunca duerme, y apenas acaba de cumplir la mayoría de edad. El chico se llama Lew Alcindor, proviene de la zona de Harlem, y está llamado a marcar una época.
Criado por un padre policía y una madre costurera, toda la vida de Alcindor estuvo siempre enfocada a la práctica deportiva. Sus increíbles reflejos y coordinación motora se acoplaron a un desarrollo estructural que parecía no tener justificación en la genética. Con tan solo 13-14 años, su primer curso en el instituto, ya alcanzaba los 2,03 metros de estatura. Al cumplir los 18 se alzaría hasta unos imponentes 2,18 metros. Desde su torre de marfil supo convertir a la Power Memorial Academy en el referente supremo de formación baloncestística temprana. Jugando bajo la casaca de aquel instituto católico cosecharía un record total de 95 victorias y 6 derrotas, un registro sin precedentes. Por el camino caerían todo tipo de reconocimientos individuales y colectivos, imposibles de igualar. Tanto es así que, uno de sus compañeros en aquel equipo, Art Kenney, llegaría a definir a Alcindor como "el mejor jugador jamás salido de Nueva York". Una afirmación que, con el paso del tiempo, se demostraría corta. Demasiado corta.
Con tal amalgama de credenciales, no es de extrañar que para 1964 y 1965, Lew Alcindor fuera el jugador más codiciado de todo el país. Su dominio era tan palpable y evidente, que pronosticar un futuro fracaso resultaba inconcebible. El juego del chico no admitía ambiguedades ni medias tintas, lo suyo siempre rayaba la excelencia suprema. En cada instante y a cada momento. Ver a Alcindor dominar por completo un partido y llevarse la victoria era tan natural como presenciar el amanecer o la propia gravedad. Casi se había convertido en un fenómeno que se daba por hecho, y que le acompañaría durante toda su vida. Ganar era una fórmula inscrita en su mismo ADN.
Para la primavera de 1965, Alcindor contaba hasta 60 cartas procedentes de distintas universidades que soñaban con tenerle. Hubo días que llegaron hasta cuatro o cinco peticiones al mismo tiempo, y su madre las iba guardando meticulosamente en el cajón, esperando que su retoño pudiera estudiarlas con detenimiento al llegar a casa. En un principio, el interés de Alcindor gravitaba en torno a Columbia, Michigan, y en mayor medida Saint John's, por pura proximidad geográfica. No obstante, había un lugar que le tenía hechizado por completo desde que lo visitara en el mes de abril. Recorriendo a fondo el idílico campus de la Universidad de California Los Angeles, más conocida como UCLA, supo intuir que por algún motivo su destino debía estar ahí. Dicha teoría se vería reforzada tras conocer al gurú del programa, considerado ya por aquel entonces como uno de los mayores visionarios del baloncesto universitario: John Wooden. Aquel hombre de gesto serio, pero personalidad vigorosa y auténtica, casaría a la perfección con Alcindor, a pesar del universo de diferencias que se abría entre ambos personajes. Por encima de éxitos deportivos, lo que Wooden le prometió fue una educación de calidad. Ese gesto de transparencia nunca se le olvidaría al bueno de Alcindor.
Así pues, el acuerdo formal entre el jugador y la universidad era un hecho. Tan solo faltaba la rúbrica final, y para obtenerla, Wooden debía viajar junto a su equipo rumbo a Nueva York para charlar y convencer a los padres de Alcindor. Enviar a su chico a la otra punta del país era una decisión difícil, pero tal vez adecuada considerando las circunstancias. Y es que los primeros sesenta fueron una época convulsa para los Estados Unidos. El choque y la protesta racial estaban a la orden del día, y constituían una forma legítima de protesta ante un sistema que reprimía y marginaba a la población afroamericana. Tan solo un año antes, en 1964, habían estallado los famosos disturbios de Harlem (a muy poca distancia de donde vivía Alcindor) como respuesta al asesinato de un chico afroamericano de 15 años por parte del policía Thomas Gilligan. Las calles eran un peligroso hervidero de tensión y violencia para cualquier persona, especialmente los jóvenes. Por lo tanto, los padres de Lew terminarían dictaminando que huir de todo aquello, en dirección a la más calmada y progresista California, sería lo mejor.
El 4 de mayo de 1965 el mayor fenómeno baloncestístico surgido en mucho tiempo anunciaría la decisión más importante de su vida: escogería UCLA como la universidad donde pasar cuatro fructíferos años. El motivo fue expuesto por el propio protagonista en rueda de prensa, con una afirmación escueta pero completamente tajante:
"He escogido UCLA porque cuenta con la atmósfera que deseo, y porque la gente de allí me ha tratado muy bien."
Poco después, su nuevo entrenador, John Wooden, reforzaría aquellas declaraciones emitiendo una esclarecedora opinión sobre el chico y su entorno:
"Después de haber conocido al señor y la señora Alcindor, comprendo la razón de que Lew ejerciera esa grata impresión en nosotros cuando visitó nuestro campus. Su excelente tutela ha permitido que Lew supiera manejar a la perfección toda la fama y la adulación que gira constantemente a su alrededor. Estamos ante un chico muy educado, de buenas maneras, inteligente y nada egoísta, el cual aporta su talento en ambos lados de la cancha siempre en interés del equipo."
Alcindor se incorporaría al campus de Westwood para el otoño de ese mismo año, atendiendo con normalidad a sus clases y entrando en contacto con la sofisticada estructura baloncestística de la universidad. No debemos olvidar que, a las órdenes de Wooden, la todopoderosa UCLA se había proclamado campeona de la NCAA en 1964 y 1965. El espigado joven, por lo tanto, no aterrizaba en un terreno por cultivar, más bien al contrario, pisaba sobre suelo fértil. Tremendamente fértil.
Por aquel entonces, la normativa universitaria impedía a los freshman (jugadores de primer año) ser seleccionados para participar en competiciones varsity (de mayores). De tal manera que en UCLA existían dos equipos bien diferenciados: el equipo freshman (una especie de filial donde se iban formando las imberbes promesas) y el equipo de los mayores. Por tradición anual del colegio, ambos conjuntos se medían en el primer partido inaugural de la temporada, una sesión de exhibición que en la práctica significaba mucho más que eso. La de aquel 1965 tendría un simbolismo especial, puesto que se disputaría en el recientemente construido Pauley Pavilion, un elegante recinto con capacidad para albergar a unos 13.000 espectadores, que dejaba atrás los años del vetusto y anticuado Cal's Harmon Gym. Para el aficionado angelino no había mayor atractivo que aquel partido, puesto que se estrenaba al mismo tiempo tanto el pabellón como las flamantes incorporaciones, donde destacaban las de los talentosos Lucius Allen, Lynn Shackelford, y por encima de todos ellos, Lewis Alcindor.
El equipo varsity, que como especifiqué anteriormente eran los vigentes campeones de la NCAA, afrontó el partido como un test de rodaje destinado a ir adquiriendo la forma. En ningún momento imaginaron que los "novatos" serían capaces de suponer peligro alguno. Para su sorpresa y la de toda la afición congregada, aquel encuentro iba a suponer un punto de inflexión, no solo en la universidad, pero también en el mundo del baloncesto. Dominado por un orgullo indomable, Alcindor ofreció un recital inolvidable aquella noche. Desde su atalaya celestial taponaba lanzamientos a diestro y siniestro, capturaba cualquier rebote disponible, y percutía el aro rival con desprecio y regularidad a partes iguales. No hubo ni un solo momento de respiro para los mayores, que creían estar viviendo una macabra pesadilla. El resultado final sería de 75-60 a favor de los novatos. Habían humillado salvajemente a los campeones del país, y dejado la sensación de que el verdadero equipo top de la competición lo componían aquellos chavales de entre 18 y 19 años que ni tan siquiera contaban con la autorización para participar. Fue una noche histórica, y un debut grandioso para Alcindor. Sus 31 puntos, 20 rebotes y 7 tapones resultaron una especie de aviso para navegantes.
Durante el resto de la temporada, Alcindor se dedicaría a trabajar duramente en su juego y forma física con un especialista procedente de Oregon State y que respondía al nombre de Jay Carty. Bajo sus órdenes, el pívot de Harlem fue convirtiéndose en un jugador más completo técnicamente, y sólido físicamente, si es que eso podía ser posible. En esas interminables y agotadoras sesiones privadas, las peripecias de Carty lograrían que su pupilo fuera perfeccionando un tipo de lanzamiento que, con el tiempo, se convertiría en pura seña de identidad: el sky-hook o gancho del cielo. Era una primera toma de contacto que tomaría impulso con las circunstancias surgidas a posteriori.
Para el otoño de 1966, Alcindor y el resto de freshmans adquiridos el año anterior ya podían participar en las competiciones de mayores. Wooden no había podido revalidar los dos títulos anteriores debido a una campaña 1965/1966 plagada de lesiones y contratiempos molestos. No obstante, sospechaba que aquel ciclo se desvanecía lentamente empujado por un nuevo y poderoso huracán. Su nueva UCLA debía construirse forzosamente en torno a las magníficas cualidades del pívot neoyorkino, el primer jugador por encima de los 2,05 metros que jamás había tenido a su servicio. En cualquier caso, y a pesar de las caras nuevas, los pilares fundamentales del juego se mantendrían intactos: velocidad, defensa de presión, pase extra y solidaridad grupal. Los mismos fundamentos que le habían aupado a la gloria. La presencia de Alcindor mejoraba inclusive aquellos principios inmutables, y multiplicaba el rendimiento de sus compañeros. Con un juego basado en la filosofía "dentro-fuera", la universidad californiana arrancaría la temporada como un tiro.
Primero se deshicieron cómodamente de USC, eterno rival territorial, para continuar el paseo con victorias ante Duke, Colorado State, Notre Dame, Washington State, Stanford, etc. Para finales de enero se merendarían a Portland con un increíble 122-57 a favor que resultaba un grito de furia hacia el resto de contendientes. La NCAA al completo tiritaba de miedo viendo el juego de UCLA comandado por el dominio extraterrestre de Alcindor. Un mes después de aquello, el protagonista de esta historia se despacharía con 61 puntos ante Washington State, batiendo el record de anotación para un jugador en la historia de UCLA. Record que, por cierto, aún se mantiene intacto. Así pues, para marzo daría inicio el famoso torneo de la NCAA, cumbre absoluta de la competición universitaria, con una favorita indiscutible. Y aquello, como no podía ser de otra manera, fue otro paseo. Wyoming, Pacific, Houston y por último Dayton en la gran final, no fueron rivales para la máquina diseñada por Wooden. La histórica UCLA volvía a alzarse con otro campeonato y lograba acabar el curso completamente imbatida, cosechando un inmaculado registro de 30 victorias y 0 derrotas.
El gran protagonista de todo aquello, Lew Alcindor, coparía todo tipo de galardones individuales: mejor jugador del torneo, mejor jugador del año, primer equipo All-American, etc. Era como si el mundo entero intuyera que UCLA y su bastión de 2,18 metros estuvieran destinados a dominar la competición durante siglos. Una predicción que no se quedaría demasiado lejos de la realidad.
Aquel dominio insultante por parte de Alcindor provocaría una reacción histérica en los estamentos de la propia NCAA. Habían contemplado ante sus narices la facilidad con la que un jugador desafiaba la lógica misma del juego. Para ellos, esa anormal figura procedente de una dimensión extraña amenazaba con romper la idiosincrasia de su adorada competición. Debían ponerle freno a toda costa. Es por ello que, a poco de terminar el March Madness de 1967, el Comité de Normas anunciaba la vigencia de una nueva y revolucionaria regla: desde ahora en adelante se prohibía convertir un mate en cualquier partido de naturaleza universitaria. De golpe y porrazo se eliminaba uno de los aspectos más lúdicos del juego. Para Alcindor, aquella medida no era más que el enésimo ataque racista emanado de un furibundo sistema que no aceptaba el éxito de un afroamericano. Para Jay Carty, el asistente de Wooden en UCLA, solo simbolizaba una oportunidad. Al fin y al cabo, la mayoría de los puntos que conseguía Alcindor no eran en acciones de mate, por lo tanto, con seguir potenciando otros aspectos del juego bastaría para que la regla no surtiera efecto alguno. Y así es como creció el sky-hook, un recurso que Pat Riley llegaría a definir como "el arma más sofisticada jamás creada en la historia del baloncesto".
Lo único que había conseguido la NCAA era complicarle aún más la vida al resto de contrincantes, y así se comprobaría en el futuro.
Con todo y con ello, la temporada 1967/1968 se presentaba muy interesante para la UCLA de Wooden, eterna aspirante a todo. El objetivo era repetir conquista, un hito nada fácil en el contexto universitario, y esa tensión competitiva se palpaba en cada rincón del vestuario californiano. Un estrés constante que acabaría pasando factura a la mayor superestrella del baloncesto colegial, Lew Alcindor. Aunque en lo deportivo las cosas marchaban viento en popa, lo cierto es que socialmente no terminaban de arrancar. Dicho de forma bastante suave.
Alcindor había marchado de su Harlem natal buscando huir del racismo que imperaba por aquellos lares, solo para comprobar con desilusión que el enfermizo virus de la discriminación también ejercía contagio en la costa opuesta del país. Porque ser de color negro y medir 2,18 metros en la América de 1968 no era tarea fácil. Más bien al contrario, era como personificar una diana psicológica permanente que terminaba desgastando hasta al más valiente. Pronto empezó el neoyorkino a adivinar una especie de falsedad moral que envolvía como un tupido velo a todo el campus. En un artículo escrito por él mismo y publicado en Sports Illustrated el 3 de Noviembre de 1969, que debía servir como repaso general a su periplo en la universidad, Alcindor denunciaba las desagradables experiencias racistas que había sufrido en UCLA. Desde su punto de vista, resultaba imposible compartir convivencia con aquellos estudiantes blancos, procedentes de familias adineradas, que le trataban con un desden insoportable. Es como si para ellos solo fuera una divertida atracción de circo encerrada en el cuerpo de un gigante. Las forzadas sonrisas solo servían de fachada para esconder un desprecio verdadero, casi patológico, hacia las personas de color negro.
En ese ambiente tan silenciosamente hostil, Alcindor buscó refugio en las hermandades políticas afroamericanas, y en compañeros de vestuario como Lucius Allen o Michael Warren, que compartían sus mismos problemas. Incluso tuvo tiempo para acercarse a la marihuana y al LSD, una droga que se puso muy de moda en los movimientos contraculturales de los sesenta. No obstante, Lew nunca se sentiría demasiado cómodo probándola. Tanto es así que, en el mismo texto citado anteriormente, cuenta una anécdota a medio camino entre surrealista e hilarante: una noche, volviendo de entrenar, se encontró en el hall residencial con dos muchachos colocados hasta arriba de LSD, que al presenciar al gigante creyeron estar ante una monstruosa alucinación. Alcindor dudó entre echarse a reir o simplemente llorar. Tal vez ambas cosas.
La desilusión de Alcindor con el ambiente del campus le llevaría a plantearse, junto a su gran amigo Lucius Allen, el pedir el traslado a otro centro de prestigio como Michigan, lugar que ya le había cautivado años atrás. Al final, el gigante neoyorkino convendría en aceptar que aquella decisión solo podría ser fruto de una rabieta momentánea, y que no merecía la pena tirar por la borda todo lo conseguido hasta la fecha en UCLA.
Pero lo que de verdad daría paz mental y espiritual al pívot no serían las drogas o la vida desenfrenada de los universitarios, sino una reclusión interior enfocada en dos sentidos: el estudio de la historia y la política por un lado, y el abrazo de la religión islámica por otro. Solo en aquellos dos nichos encontró la estabilidad necesaria como para sobrevivir.
Sea como fuere, en lo deportivo la temporada avanzaba y el equipo era de nuevo una máquina de triturar partidos. Para el título de 1968 la prensa pronosticaba dos grandes favoritos por encima de todos los demás: UCLA y Houston. En los Cougars se escondía el que debía ser el gran contrapunto de Alcindor en el baloncesto universitario: Elvin Hayes. Estábamos ante un ala-pívot de gran talento ofensivo y reboteador, agresivo y desafiante fuera de la cancha (sobre todo en declaraciones a la prensa), que contrastaba con la prudencia y sobriedad características de Alcindor. Una rivalidad inevitable y natural, aunque ambos protagonistas se dedicaran a restarle importancia constantemente.
Por si fuera poco, la NCAA, en colaboración con las estructuras televisivas, decidieron montar un espectáculo monumental fijado para el día 20 de enero de 1968. Ese día se enfrentarían las universidades de UCLA y Houston en el mastodóntico Astrodome de la ciudad tejana, un recinto de baseball que se acondicionaría apropiadamente para la velada, y que congregaría a la mayor cifra de aficionados jamás vista, hasta ese punto, en un partido de baloncesto. Más de 50.000 almas gritando el nombre de sus ídolos y coreando las acciones de su alma máter. Por si fuera poco, dicho partido se televisaría para la nación entera en riguroso directo, formando un evento de proporciones épicas. No es de extrañar que la cita fuera bautizada como "el partido del siglo".
Ambos equipos anhelaban llegar al "día D" en el mejor estado de forma posible, con lo cual fueron encadenando victorias con una naturalidad pasmosa. Especialmente relevante sería el caso de UCLA que se plantaría con un record de 47 victorias seguidas (enlazando la temporada anterior y esta) en su cita con Houston. No obstante, preocupaba en el staff técnico el estado de salud de Alcindor, que se había llevado dos golpes comprometidos en el ojo tras los enfrentamientos ante Bradley primero, y University of California después. Portando un aparatoso vendaje para los duelos posteriores, Alcindor buscaría forzar todo lo posible para llegar al choque decisivo ante Houston.
Aunque no serviría de mucho.
Con su pívot estrella visiblemente afectado, Houston terminaría imponiéndose a UCLA merced a un Elvin Hayes tocado por la varita de los dioses, que se fue hasta unos monstruosos 39 puntos, 15 rebotes y 8 tapones. Alcindor, por su parte, jugaría su peor partido en la universidad cosechando una serie de 4 de 18 en tiros, y terminando, por primera vez en su carrera, por debajo del 50 % de acierto en los lanzamientos. Aquel fue un mazazo terrible para el equipo, que por primera vez en mucho tiempo, sintió que perdía el respeto de la prensa, y por ende, de la opinión pública. Mike Warren, miembro de la plantilla, describiría años después las sensaciones producidas por dicho enfrentamiento:
"Cuando terminó el partido y nos fuimos a vestuarios, se produjo un silencio terrible. Era muy incómoda la situación."
Para una sección importante de expertos, los problemas de visión de Alcindor resultarían cruciales en el resultado final (69-71), pero Wooden y el propio jugador, fieles a su estilo de siempre, buscaron quitarle hierro al asunto y evitaron utilizar la desgracia como excusa o justificación. Nada de eso valía para un programa que se había alzado con tres campeonatos de la NCAA en los últimos cuatro años. Estaban por encima de cualquier golpe fruto del impredecible azar.
Esa filosofía lograría traducirse fielmente a la cancha, donde el equipo optaría por recomponerse y volver a encadenar una racha de imbatibilidad que de nuevo duró hasta el inicio del March Madness el 15 de marzo. Una vez dentro del prestigioso torneo universitario, eliminarían a New Mexico State en primera ronda, para fulminar a Santa Clara en las Finales Regionales, y formar parte, un año más, de la Final Four. En semifinales les esperaba, como en un guión de película, la Houston de Hayes. El mismo equipo que había herido su orgullo aquel fatídico día de enero.
El partido ofrecía una oportunidad única de revancha, no solo deportiva, pero también personal. Alcindor no olvidaba las palabras que se habían sucedido tras la derrota en el Astrodome, procedentes de cualquier entorno relacionado directamente o no con el baloncesto. Especialmente doloroso sería ese ranking publicado en febrero por Sports Illustrated, medio al que profesaba un profundo respeto, en el que se colocaba a Houston por encima de UCLA. Era misión prioritaria demostrarles cuan equivocados estaban.
Para el enfrentamiento de semifinales, el mago de los banquillos, John Wooden, diseñó una tela de araña perfectamente construida para anular a Elvin Hayes, y en el que su especialista defensivo, Ken Heitz, debía desempeñar un papel crucial. La parte ofensiva quedaría destinada a los talentos de siempre: Allen, Warren, Shackelford, Lacey, y por supuesto, Alcindor. El equipo salió a un nivel de revoluciones y concentración nunca visto en la historia del baloncesto universitario. Se plasmaba sobre el parquet un grado inconquistable de perfección en cada acción de los californianos, que estaban ejecutando el plan de su entrenador a las mil maravillas. La fiereza de sus rostros contrastaba con la confusión que proyectaba Houston, como si fuera la débil víctima de un depredador sanguinario. Alcindor, plenamente recuperado de los problemas que había achacado en enero, lideraba a los suyos con un clínic baloncestístico en ambos lados de la cancha, y al descanso la ventaja ya era de 45 puntos para UCLA. El partido estaba terminado, y el mensaje...más claro que el agua. Hayes terminaría la velada con unos paupérrimos 10 puntos y 5 rebotes, fiel reflejo de la paliza deportiva y moral sufrida por los suyos.
Venganza.
La final contra North Carolina no sería más que un mero trámite para los chicos de Wooden, sabedores de que la verdadera prueba de fuego había tomado forma en semifinales. Alcindor lideraría a los suyos hasta un segundo campeonato registrando 34 puntos y 16 rebotes, y cerrando definitivamente un debate que tal vez nunca debió haber existido. Por encima de records, galardones, y modas transitorias, el mejor jugador del baloncesto universitario seguía siendo él. Nadie más. Al término del partido, el mítico entrenador de los Tar Heels, Dean Smith, pronunciaría una frase cuyo eco resuena hasta nuestros días:
"Lew Alcindor es el mejor jugador en la historia de la NCAA."
Sencillo y demoledor.
Tras la importante conquista, se abriría un proceso de cambio y reflexión en la estructura del equipo. Para el verano de 1968, Alcindor ya había abrazado definitivamente la religión islámica, y haría oficial su conversión con un cambio de nombre que simbolizaba la propia transformación espiritual. De ahora en adelante pasaría a llamarse Kareem Abdul-Jabbar. Noble siervo del todopoderoso. Tendrían que pasar tres años, ya en 1971, para que dicho cambio fuera válido a efectos legales. Negro, musulmán, y midiendo 2,18 metros. Una combinación única de atributos que convertían al jugador en una verdadera "minoría de uno". La expresión en inglés, "minority of one", le acompañaría toda su vida. Tanto es así que un reciente documental sobre su figura estrenado por la HBO, lleva ese título. Lejos de avergonzarse, Alcindor se enorgullecía de su patrimonio religioso y cultural, que contrastaba con los férreos valores de la época.
La temporada 1968/1969, última del pívot neoyorkino en UCLA, se presentaba con ciertas dificultades. El objetivo evidente era encadenar tres campeonatos consecutivos, un hito que nunca se había logrado en la historia del baloncesto universitario. No obstante, un primer contratiempo sacudió la estabilidad interna del equipo cuando se supo que Lucius Allen, una de sus piezas clave, no volvería a vestir la casaca de los Bruins debido a diversas sanciones disciplinarias. Desde que llegara al college, Allen se había visto envuelto en todo tipo de problemas con la ley debido a la posesión de marihuana. Por si fuera poco, su expediente académico no le permitía seguir compitiendo en la NCAA por mucho que su talento deslumbrara el de todos menos Alcindor. Para su desgracia, el crack de Harlem no solo perdía a su socio más prolífico en cancha, sino también a uno de sus mejores amigos.
Por otro lado, Wooden alimentaría ciertas disputas internas en el grupo debido a su estricto sistema de rotaciones. Algunos veteranos del equipo se sentían ofendidos por el hecho de que el entrenador prescindiera de sus minutos en cancha para dárselos a jugadores jóvenes y menos experimentados. Lo cierto es que las decisiones de Wooden no eran aleatorias, sino que respondían a una clara lógica estratégica que, a pesar de todo, algunos de sus pupilos eran incapaces de comprender. Con todo y con eso, el equipo empezaría la temporada al mismo nivel de siempre. Si bien no practicaban un baloncesto tan deslumbrante como el de años anteriores, seguían cosechando los mismos resultados. Todo victorias.
Alcindor, por su parte, ahondaba en su relación personal con Wooden. Ambos personajes formaban un binomio curioso cuyo entendimiento iba más allá de lo meramente tangible. Cuando se conocieron por primera vez en la primavera de 1965, les separaba un mundo en cuanto a concepción social, racial y cultural. La conversión del jugador a la religión islámica no hizo más que aumentar esas diferencias, puesto que su entrenador siempre había sido un devoto católico de carácter y confesión tradicional. Pero por encima de todo, en la personalidad de Wooden siempre predominaría su faceta de mentor y profesor. Dispuesto a escuchar y comprender a sus alumnos, admitiría haber aprendido mucho de su gran superestrella, Lew Alcindor. El respeto y la comprensión mutua servirían de modelo de conducta para un vestuario por aquel entonces alterado. Parecía que, al margen de todos los problemas sufridos, las aguas volvían progresivamente a su cauce natural.
UCLA se quedaría cerca de completar una liga regular inmaculada, solo estropeada por el último partido ante su eterno rival, USC (Universidad South California). A la postre, esa derrota y la famosa de 1968 ante Houston, serían las únicas en la carrera universitaria de Alcindor. Una vez más, aguardaba el sempiterno torneo de la NCAA. La triple corona estaba al alcance de la mano.
Tras despachar a New Mexico State y Santa Clara en primera y segunda ronda, padecerían mucho más de lo esperado en semifinales ante la modesta Drake. A pesar de la digna batalla presentada por el conjunto de Maury John, los Bulldogs terminarían cayendo por un resultado de 85-82 favorable a UCLA. Una vez más, y a pesar de tener que aguantar cuarenta minutos de insoportables dificultades, el equipo de Alcindor terminaba en pie. Era la historia de toda su vida deportiva. Ante cualquier circunstancia y rival, el pívot de Harlem siempre terminaba imponiéndose. Sin excepción.
En la anticipada final esperaba un equipo de calidad como era Purdue, lugar donde John Wooden se había formado como estudiante y jugador. Aquella universidad emplazada en la localidad de West Lafayette (Indiana) era el alma máter del entrenador rival, el lugar donde empezaría a dar sus primeros pasos en este deporte. Así pues, el duelo presentaba un plato apetecible salpicado por el morbo más auténtico.
El enfrentamiento terminaría siguiendo el guión habitual, el de los tres años anteriores, como un continuo día de la marmota. UCLA se plantaba de forma muy disciplinada en cancha, asomando sus dos instintos primarios del juego: presión constante en defensa, y velocidad punta en ataque. Y cuando todo lo demás fallaba solo era necesario recurrir al plan de siempre, el que siempre ofrecía garantías: meter la bola dentro y esperar a que Lew Alcindor comenzara su baile particular. Así es como vencieron a Purdue por 90-72. El pívot neoyorkino registraría 37 puntos y 15 rebotes para cerrar una carrera majestuosa en UCLA. Inigualable. La que, como Dean Smith había resaltado tan solo un año antes, era la mejor en la historia de la competición universitaria. Un honor que para muchos sigue vigente, servidor incluido.
Cuatro años de dominio a todos los niveles que, como era de esperar, le auparían al número uno del draft NBA de 1969. Desde ese punto en adelante, la carrera de Lew Alcindor, en el futuro conocido como Kareem Abdul-Jabbar, sería como una especie de totem que simbolizaba la excelencia deportiva. Como si, por uno u otro motivo, perder le resultara un escenario imposible de concebir. Power Memorial Academy, UCLA, Milwaukee Bucks, LA Lakers...allá donde fue construyó un legado imperecedero.
Aún a día de hoy siguen escuchándose las viejas historias sobre Alcindor por el renovado campus de Westwood. Generaciones enteras que nunca tuvieron la oportunidad de verle jugar saben lo que el de Harlem hizo por la universidad. En cada ocasión se rinde homenaje a un chico especial que, con tan solo 18 años, tuvo que soportar el peso entero del mundo sobre sus espaldas. El mismo chico que personificó en su figura la minoría de uno.
Un deportista único e irrepetible. El demiurgo de UCLA.
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ANEXO - RECORDS Y MÉRITOS DE LEW ALCINDOR EN UCLA
- Tres campeonatos de la NCAA (1967, 1968 y 1969)
- Dos veces elegido jugador del año por la Associated Press (1967 y 1968)
- Tres veces seleccionado en el primer quinteto All-American (1967, 1968 y 1969)
- Tres veces elegido jugador del año por la Helms Foundation (1967, 1968 y 1969)
- Tres veces elegido mejor jugador del torneo NCAA (1967, 1968 y 1969)
- Dos veces elegido jugador del año por Sporting News (1967 y 1969)
- Dos veces elegido jugador del año por la United Press International (1967 y 1969)
- Dos veces elegido jugador del año por la United States Basketball Writers Association (1967 y 1968)
- Una vez galardonado con el Naismith Award (1969)
- Mejor promedio anotador (26.4 puntos/partido)
- Más tiros de campo convertidos en total (943)
- Más puntos en una sola temporada (870 en 1967)
- Mejor promedio anotador en una sola temporada (29.0 en 1967)
- Más tiros de campo convertidos en una sola temporada (346 en 1967)
- Más tiros libres intentados en una sola temporada (274 en 1967)
- Más puntos anotados en un solo partido (61 en 1967)
- Más tiros de campo convertidos en un solo partido (26 en 1967)
FUENTES:
- www.sportsreference.com
- www.uclabruins.com