"Es mi obsesión, todo aquello por lo que trabajo y me preparo cada día". Lo consiguió. LeBron James (2.03/1984) ha cruzado aquella barrera, tan invisible como pesada, que separa a los desdichados de los héroes. El campeonato, por fin el campeonato, endulzado además con el MVP de las Finales, permite al jugador de Akron deshacerse de una carga con forma de martirio y proporciones a menudo deshonestas.

Porque James es, aunque a veces se olvide, un ser humano. Un desafío a la condición física de nuestra especie y un portento de cualidades técnicas y colectivas, pero no es, en el fondo, diferente a todos nosotros. El castigo al que ha estado sometido los últimos años dejó de ser tal cuando el quinto encuentro de las Finales de 2012 llegó a su fin. Superada la línea, muchas veces injusta, que separa el fracaso del éxito, es tiempo de valorar a uno de los jugadores más especiales que jamás hayan jugado al baloncesto. Promedios estadísticos aparte, porque aunque comúnmente vayan de su parte no siempre reflejan fielmente la totalidad del curso del juego.

Cuando el 7 de junio de 2007, con apenas 22 años y en sólo su segunda aparición en los PlayOffs, LeBron James disputó su primer partido de las Finales de la NBA, no imaginaba que la por entonces cercanía a la gloria resultase un camino tan espinoso y difícil de completar. Aquella noche, los Spurs, una perfeccionada máquina de destrucción, impartieron la primera de sus cuatro lecciones consecutivas. Severa bofetada de realidad.

Desde entonces, James, objetivo número uno de críticas y sátiras, no hizo mas que trabajar. Perfeccionar unas condiciones extraterrestres siempre sin olvidar que formaba parte de una colectividad. Un grupo que, absolutamente dependiente, terminó abrumado e incapaz de tomar decisiones por si mismo, circunstancia que, llegado un punto, anuló la opción de Cleveland de alcanzar el campeonato.

La magnitud de su juego era tan excepcional (PlayOffs 2009) que ensombrecía cualquier detalle a su alrededor. Fue entonces, cuando involucrar, pedir ayuda a compañeros, se hizo utopía y la sensación de luchar, solo, contra el entorno alcanzó su cota máxima (PlayOffs 2010), cuando James tomó la decisión más difícil de su carrera. Abandonar Ohio, su casa; y Cleveland, franquicia para la que era un símbolo; en busca de un sueño que había tomado forma de obsesión. Su gran obsesión.

Cuando LeBron James firmó por los Heat (verano 2010), en un movimiento minuciosamente orquestado por Pat Riley, la ventana volvió a abrirse y el aire nuevamente circuló. No lo suficiente como para expulsar fantasmas de inmediato (Finales perdidas en 2011) pero sí como para permitir un margen de progresión natural. Tanto como para mostrar, sin pudor, que Miami ha pasado en (bastante) menos de dos años de ser la franquicia de Dwyane Wade, icono en Florida, a la franquicia de James.

Imposible evitarlo. El desarrollo del prodigio de Akron ha derivado en el paradigma de la evolución en el baloncesto. Exuberancia física y técnica, actitud y aptitud para defender a tiempo completo las cinco posiciones sobre la cancha y normalización del todo en ataque, para un jugador que ejerce indistintamente, y según la necesidad, de generador (base), finalizador (escolta-alero) e incluso de interior (superioridad casi perenne en poste bajo).

También su entendimiento del baloncesto (IQ), siempre defendiendo el sentido colectivo del juego (trata de involucrar al resto constantemente) ha alcanzado una dimensión dominante. A sus 27 años, LeBron James es no sólo el mejor jugador del planeta, sino una figura llamada a perdurar eternamente en la memoria colectiva.

Las voces que pretenden sepultar a toda costa, amparadas en el odio y/o el ventajismo, viven, desde este viernes, un mal día. Puede que estéticamente seduzca menos que Kobe Bryant o Kevin Durant, reflejos vivos de una elegancia eficiente. También lo es que no dispone de la fiabilidad, y sobre todo de la confianza, de éstos en su lanzamiento exterior. Pero, con sus defectos, LeBron James ha demostrado, con su incansable esfuerzo deportivo y mental, ser capaz de apartar una etapa de masiva explosión individual para luchar, siendo igualmente líder, por el máximo objetivo común. Y, a pesar del constante peso del prejuicio subido sobre su espalda, ha sabido hacerlo mejor que nadie. Su actuación estos PlayOffs, estas Finales, ha sido simplemente majestuosa.

Michael Jordan, para muchos el mejor baloncestista de todos los tiempos, consiguió su primer anillo con 28 años. A partir de ahí, obtuvo cinco más, en otras tantas Finales. Sembró la semilla del dominio en un exterior como ningún otro ha sabido. ‘El Elegido’, como se conocía a LeBron James, no es su sucesor y nunca lo fue. Y no lo es porque difícilmente volverá a existir un Michael Jordan, ni un ‘Magic’ Johnson o un Larry Bird. Y no es necesario que así sea.

Preso, pero también motivado, por su obsesión, LeBron James ha conseguido, por fin, despojarse de sus cadenas. No es ahora, esta época, la que debemos recordar por ser cuando acaba su cruz, sino cuando verdaderamente da comienzo su leyenda. La historia del baloncesto atiende fijamente. Y no somos nadie nosotros para vendar nuestros ojos y evitarla, menos aún justo ahora que se le permite, protocolo en mano, la entrada al Olimpo.