La polvareda de Pekín (2ª parte)
Tras la victoria sobre Grecia, el combinado nacional se había deshecho con cierta comodidad de Alemania y China. Antes de medirse a Angola en el cierre de la primera fase, los de Aíto García Reneses disputarían a Estados Unidos el primer puesto del grupo B. Aunque su trascendencia era relativa, el duelo despertó un interés formidable entre los medios de comunicación desplazados a Pekín. Por fin sabríamos si nuestro equipo era capaz de mirar a los ojos a una verdadera selección NBA.
Mike Krzyzewski había reunido un portentoso elenco de jugadores. Lebron James, Kobe Bryant, Chris Paul, Jason Kidd, Dwyane Wade o Carmelo Anthony aceptaron el reto de devolver el cetro olímpico a su país. Las grandes estrellas de nuestro deporte reunidas en una única cancha FIBA. Además, los batacazos de Atenas y Japón habían limitado su arrogancia intrínseca, lo que les hacía aún más competitivos. Quedaban un escalón por encima del resto.
En su momento, fui incapaz de analizar la intrascendencia del partido y me dejé llevar por la ilusión desmedida que transmitía la selección. Aislado ya en algún punto inconexo de la Provincia de Santiago del Estero, expliqué incansable a Carrizo, nuestro anfitrión, la posibilidad de estar cerca de los norteamericanos. A pesar de que el deporte en general le era indiferente y de que en el interior de Argentina el baloncesto era una palabra carente de significado, Carrizo decidió dar un paso más en su infinito recibimiento. “Diego, si estás dispuesto a andar podemos ver esa cosa juntos”.
Caminar. Solo era necesario caminar. Partimos al amanecer; una desgastada botella de agua era nuestro único equipaje. Tras dos horas de travesía en la más absoluta soledad, castigados por una sed acuciante y cubiertos de arena, llegamos a un pequeño rancho de cuyo techo colgaba una destartalada antena satélite. La imagen no daba para ser optimista. Menos aun cuando la señora de la casa explicó que su marido no se encontraba y que ella desconocía la manera de prender el entresijo de cables.
No podía rendirme, de ninguna manera. Superada la angustia inicial, conseguimos recuperar la conexión del televisor con las baterías de los paneles solares y sintonizamos en blanco y negro lo que parecía la ESPN latinoamericana. Allí estaba. Estados Unidos. No tardé en ruborizarme: el marcador era opuesto al esperado. Para colmo, había calculado mal el desfase horario y el partido enfilaba el último cuarto. 82-119. Lejos, estábamos muy lejos.
De aquella aventura guardé dos ideas. La primera es que a España se le veía fría, pasiva ante los gestos de suficiencia de los estadounidenses; casi empática ante la permanente permisividad arbitral. Mantuve la esperanza, la munición seguía en la mochila de Aíto a la espera de una ocasión verdadera.
La segunda tenía que ver con las personas. Ese día no supe descifrar el gesto de Carrizo, estaba fuera de mi alcance emocional. Tampoco tuve nada con lo que agradecer un favor de tal dimensión. Nunca me lo pidió. En mitad de la nada, dio lo que tenía por verme sonreír. Una carcajada que aplanaba la tierra de aquel lugar y que golpeaba con rabia mi conciencia. Definitivamente nos merecíamos un mundo mejor.
La lucha por las medallas
La selección fue creciendo a medida que avanzaba el torneo. Una cualidad que perfeccionaría a lo largo de los años. Los cuartos ante Croacia ni siquiera alcanzaron el calificativo de trámite. Pau Gasol abanderó al equipo con 29 tantos de valoración en un partido en el que la ventaja de los nuestros se acercó a los 30 puntos. Los balcánicos maquillaron el resultado final (72-59), pero no la sensación manifiesta de inferioridad. El excelso juego en ambos lados de la pista nominó a España como clara favorita a la plata olímpica.
En las semifinales aguardaba Lituania, que ya había sorprendido a Argentina en la fase de grupos. Evitar a la albiceleste parecía allanar el camino hacia la gran final. Sin embargo, la baja de José Manuel Calderón y el instinto insaciable de Sarunas Jasikevicius (19 puntos y 6 asistencias) transformaron el último cuarto en una auténtica ruleta rusa. Con 62-66 en el marcador, la figura de Aíto García Reneses daría un decidido paso al frente. El seleccionador desplegó la zona 2-3 que tan buen resultado le había dado frente a Grecia, ordenando además que el ataque español percutiera una y otra vez en la pintura rival.
La insistencia en zona contraria desarboló a las torres lituanas. Petravicius, Javtokas, Kleiza y Lavrinovic fueron abandonando la pista debido a las faltas personales. Siskauskas, la otra gran estrella báltica del momento, terminaría jugando al poste. Aun así, los nuestros tendrían que remar hasta el final y sellar su victoria desde el tiro libre (91-86). El objetivo estaba cumplido, y no por esperado nos iba a dejar de emocionar. La mejor generación de nuestra historia igualaba el éxito de los pioneros de 1984. Lisboa resultó ser un anticipo, aquello no era un sueño.
El efecto Di María
El destino sin embargo, seguiría hurgando en mis ganas de compartir la proeza. En la semana definitiva del campeonato nos trasladamos al paraje de Tres Fronteras, una castigada zona rural a caballo entre tres provincias argentinas: Santiago del Estero, Salta y Chaco. La permanente lucha entre la organización campesina y los paramilitares de las grandes compañías agrarias nos mantuvo en vilo cada una de las noches que pasamos en aquel lugar.
El conflicto convertía en irrespirable un aire que ya de por si era extremadamente seco. Una realidad que ponía a prueba a las familias que nos recibían; la consigna era nítida y profunda a la vez, defender lo único que les pertenecía: la Tierra. En mitad del caos, la cercanía de aquella gente me regaló una nueva lección de vida. A veces no es fácil percibirla, pero la desigualdad crece incluso en las sociedades más devastadas, distanciando a los que sobreviven y a los que se detienen para siempre.
Mi estado de frustración también iba en aumento. No conseguí reparar las radios de largo alcance que los habitantes de Tres Fronteras usaban para transmitir emergencias sanitarias. Nuestros anfitriones eran aficionados a la guitarra y solían compartir historias alrededor del fuego; palabras sinceras para calmar los ánimos y tejer cariño. No era suficiente. En mi mente había una idea que reflotaba con fuerza a cada instante.
Una ansiedad que fue creciendo la noche de las semifinales. La imposibilidad de conocer el resultado afectaba a mi raciocinio. Al día siguiente, desesperado, me alejé de la casa y me situé en mitad del camino. Tenía la vaga esperanza de que alguna camioneta lo enfilara portando noticias sobre los Juegos.
No fue un mal intento. La desesperación me hizo visible en aquella POLVAREDA de arena. Dispuse de 4 oportunidades, una por cada hora de espera. Al verme, me ofrecían un asiento para llegar a ninguna parte. Yo solo quería saber si España jugaría la final de baloncesto en Pekín.
La respuesta fue la misma en todos los casos. Di María había llevado a la selección Argentina de fútbol a la final olímpica. Todo lo demás carecía de importancia. El “fideo” fue el gran héroe de un equipo que contaba en sus filas con jugadores de la talla de Messi, Agüero, Lavezzi, Mascherano, Riquelme o Banega. Ángel les daría la victoria ante Nigeria anotando el único gol del choque definitivo. Era el efecto Di María.
Fueron momentos de gran desazón. El sol me hizo divagar en busca de razones, un frágil dilema que contrastaba con la crudeza del escenario. Pronto recordé lo mucho que echaba de menos estar en una pista de baloncesto. Me prometí jugar siempre, venerar el agua, ver el partido en diferido al menos 150 veces. Con el tiempo entendí que hay pasiones tan desmedidas que son capaces de sepultar la espesa tierra de Santiago del Estero.
La gran final
Quedaba el último paso. A la noche siguiente abandonamos Tres Fronteras para trasladarnos de Taco Pozo a Humahuaca. Era mi gran oportunidad. Una vez en el pueblo podría conocer el resultado de las semifinales y, con un poco de suerte, disfrutar de la final. Aunque el encuentro estaba programado para la misma hora en la que partía el autobús, tenía la esperanza de que aquel día también hubiera un retraso considerable en el transporte argentino.
La adrenalina se fue haciendo con mi cuerpo según se acercaba el gran momento. Observé atónito la lucha por el bronce, la victoria argentina y el emocionante homenaje a un renqueante Manu Ginobili. Estaba preparado. El autobús apareció por sorpresa, con una puntualidad irreal, casi con adelanto; España ya calentaba, Ricky era nuestro único base y Navarro tenía la mirada perdida en el infinito. Me tenía que marchar. Dudé. No me lo perdonaría jamás.
Dos horas más tarde nos detuvimos en General Guemes para hacer transbordo. Evitando cualquier atisbo de prudencia me lancé a la carrera sobre los cristales de la cafetería de la estación. ¿Y si había prórroga? No pude ver mucho, ni siquiera hubo tiempo para divisar el marcador. Comenzaba la entrega de medallas y una imagen quedaría grabada en mi mente por encima de cualquier otra que tenga que ver con la selección.
Pau agarraba con rabia su medalla de plata. No había duda, habíamos estado cerca, muy cerca; él no encontraba conformismo, yo no necesité mirar más. No pude contener la pena. Y eso que en aquel momento no era consciente de que me acababa de perder el mejor partido de baloncesto que jamás se haya jugado en unos Juegos Olímpicos. No es necesario analizarlo, todos lo sabemos, fue esa vez en la que los sueños estuvieron a punto de hacerse realidad.
Meses más tarde, ya en Buenos Aires, un compañero me invitó “amablemente” a la cancha de Argentinos Juniors. El miedo que experimenté al ver que me acomodaba entre las “barras bravas” visitantes me hizo recordar el que viví en Tres Fronteras. Esa misma tarde orienté una antena con la esperanza de encontrar la redifusión de la final. En su lugar descubrimos como estallaba la burbuja inmobiliaria. Era la hora de volver a casa.
SERIE COMPLETA: DE LISBOA A RÍO, RECUERDOS EN EL CAMINO
La polvareda de Pekín (1ª parte)
La polvareda de Pekín (2ª parte)
Polonia 2009, la inflexión eterna