El combinado nacional aterrizó en Lituania con un único objetivo: mantener su posición de liderazgo en Europa. Tras el tropiezo en el Mundial de 2010, en el que aquella daga in extremis de Milos Teodosic nos apartó de la lucha por las medallas, recuperamos para la causa a José Manuel Calderón y Pau Gasol. Razones de peso para retomar la senda del triunfo.
Los cambios en la convocatoria incluían también el enérgico debut de Víctor Sada y la intimidación al alza de Serge Ibaka. Por su parte, Alex Mumbrú, Raúl López y Jorge Garbajosa ya no serían de la partida; completaban así una etapa formidable con la selección. En el camino había quedado también Carlos Suárez, que contrariado espetó aquello de que Scariolo “no había cumplido su palabra”. Un enfado que todavía se utiliza en su contra en algunas canchas ACB.
España, otra vez oro

El cambio generacional definitivo, sin embargo, debería esperar todavía varios años. Con Marc, Pau, Calderón, Navarro, Rudy o Felipe, la estructura original seguía siendo la base una propuesta temible. Claver, Ricky, San Emeterio y Llul completaban la rotación del preparador transalpino.
Por delante, una ruta sinuosa, con aspirantes de relumbrón en cada giro. La Francia de Parker, el ejército ruso de Kyrilenko, la pasión turca de Turkoglu o el caos en la Italia de Bellinelli. Y sobre todo la anfitriona, Lituania, el equipo de un país que soñaba con todo, que se relamía con bajar del trono a España.
ESFUERZO SELECTIVO
En 2011, el cuerpo técnico introdujo ligeros cambios a la hora de afrontar el campeonato. Sin dejar de pensar en su habitual “de menos a más”, marcó en rojo dos fechas en el calendario de la primera fase. Un inicio plácido, con victorias ante Polonia (83-78), Portugal (87-73) y Gran Bretaña (86-69), sirvió de calentamiento para la primera de las batallas. En Panevezys, el infierno verde quería dejar claro desde el inicio que la derrota se vendería muy cara.
Nada más lejos de la realidad. De repente, un tornado sobrevoló la pequeña localidad báltica. Con Calderón a los mandos, nuestra selección se dio un festín ofensivo sin parangón. El marcador al descanso, 36-62, refleja la distancia sideral entre las partes. Jasikevicius, Kaukenas, Kalnietis, Pocius, Songaila o Valaciunas no daban crédito. La grada, helada, tampoco. 20 minutos habían bastado para entender que el oro quedaba lejos, muy lejos. Navarro, 22 puntos, ya daba pistas de lo que vendría, liderando una exhibición rotunda desde el 6.75. Lituania se conformó con edulcorar el resultado (79-91).
Con los deberes hechos, España regresó después a la versión “ahorro de energía”, sucumbiendo incluso ante Turquía (57-65). Atravesó la segunda fase sin esfuerzo aparente, desactivando para siempre a la Alemania de Nowitzki (77-68), o vengando la afrenta del año anterior frente a Serbia (84-59). Pau seguía dominando la pintura con brazo firme, y se aseguraba ya un lugar en el mejor quinteto de aquel Eurobasket. Eterno, inalcanzable para el resto de mortales, volvió a trazar números prohibitivos: 20.1 tantos y 8.3 rebotes por encuentro.
Vilnius sería el escenario de la segunda cita prioritaria antes de abordar los cruces. Francia, siempre con Diaw y Batum en el roster, era el rival con el que nos íbamos a jugar el primer puesto del grupo. Esta vez no hubo hostilidades (96-69). El cuadro galo, harto de elegir la ruta equivocada hacia la final, se dejó llevar para evitar a los lituanos en semifinales. Sin disimulo, Parker y Noah ni se vistieron. Un Zalgirio Arena a reventar no parecía el escenario más halagüeño, ni siquiera para los de Vicent Collet, acostumbrados a batirse en este tipo de duelos.
Para los que ya preparábamos el viaje a Kaunas, el pinchazo local nos colocó en una situación límite. Hipotéticamente, España se enfrentaría a Lituania en la segunda semifinal. Las opciones de encontrar una entrada se redujeron a la mínima expresión. Asumimos, después de recibir una negativa tras otra en el teléfono, que nos esperaban horas de negociación en la reventa.
Una pareja para la historia

GIRO INESPERADO
En cuartos nos encontramos con la Eslovenia de Goran Dragic y Jaka Lakovic. Otro trámite (86-64). La contienda se sostuvo hasta el paso por vestuarios. En la reanudación, Juan Carlos Navarro destapó el tarro de las esencias y tumbó la resistencia de Bozidar Maljkovic, centrada en la defensa interior. Al de Sant Feliu le sobró el último cuarto. En el tercero ya había alcanzado los 26 puntos; en ese periodo, España anotó 36, con un majestuoso 7 de 10 en el perímetro. Pau Gasol añadió 16 capturas. Imparables.
Unas horas más tarde, el torneo iba a dar un giro inesperado. Lituania, cada vez más ansiosa y atascada, volvió a tropezar. Y ahora ya no había vuelta atrás. Macedonia firmaba la gran sorpresa del campeonato al eliminar a los anfitriones (67-65). En mitad de un ambiente feroz, Vlado Ilievski anotó la canasta más importante en la historia de su país. Ver para creer.
Macedonia, la sorpresa (Fuente: fiba.basketball)

En casa saltamos de alegría, en un abrir y cerrar de ojos la reventa se había desplomado y nos llovían las entradas para semifinales. Al otro lado de los Pirineos, atónitos, nos miraban con envidia. Habían vuelto a errar con la estrategia; ahora el coco era Rusia, invicta y en dinámica positiva.
3... 2... 1... boom
Scariolo entendió muy pronto que la cenicienta no era tal. Más o menos el tiempo que McCalebb tardó en zafarse de la marca de Rudy. Macedonia lucharía por un puesto en la final con uñas y dientes. Enredada en la zona de Dokuzovski, España sobrevivió en la primera mitad gracias al control del rebote. Hasta 27 cazaron los hermanos Gasol, y eso que Pero Antic se cobró muy pronto la segunda personal de Pau.
Alguien debió prender la cuenta atrás en el tiempo de descanso. De vuelta a la pista, Juan Carlos Navarro iba a dinamitar la semifinal con 19 puntos en serie, 35 en total. Una explosión incandescente que incluía triples a una pierna sobre la bocina, velocidad terminal a campo abierto, y ese tiro marca de la casa que enamoró a un continente entero. Todo lo que pasaba por sus manos ardía, sin más. No se cansó de dibujar sonrisas, con los puños en alto, una vez tras otra. Un cóctel de recursos insoportable para cualquier enemigo (92-80). Recordarlo nos sigue poniendo la piel de gallina. Simplemente nos hizo felices. Sí, aquello era la felicidad.
Esa noche todos quisimos ser Navarro. De hecho, ser compañero de La Bomba, aunque no lo pudieras demostrar, te abría las puertas de cualquier zona VIP de Kaunas. La madrugada lituana nos encontró entre estrellas de la NBA y leyendas del baloncesto europeo. La Bomba Navarro, “Juanqui” para los amigos, nos había otorgado caché desproporcionado. No desaprovechamos la ocasión; pregunta a pregunta conocimos a nuestros ídolos.
La obra de arte se trasladó a la final de manera natural. Francia, que había conseguido deshacerse de Rusia (bronce), esperaba impaciente. Apenas vieron la estela de la Selección Española. Otro tercer tiempo sublime zarandeó a los de Collet con violencia (98-85). Calderón se permitió incluso el lujo de meterla para abajo, minimizando la pegada de Tony Parker. Lo demás es historia. La Bomba firmó otra actuación incontestable: 27 puntos, 5 asistencias y la sensación de controlar el juego a su antojo. Promedió 29.33 tantos en los tres partidos de la fase final. Un resumen absolutamente meridiano.
España había vuelto a tocar el cielo. En 2011, arañó incluso la excelencia de las dos finales olímpicas, reduciendo a escombros equipos de leyenda. El techo estaba cada vez más alto. Felipe, que había perdido a su padre durante la preparación, tuvo el honor de levantar el trofeo de campeones.
Parker, Kyrilenko y McCalebb completaron el quinteto ideal, pero solo Navarro alcanzó el estatus suficiente para robarle a Gasol el MVP. Libra por libra, Juan Carlos quizá haya sido el mejor jugador de nuestro país. Nunca lo sabremos a ciencia cierta. Fuera de toda duda queda, eso sí, su capacidad para tocarnos el corazón. Siempre Kaunas, siempre Juan Carlos Navarro.
SERIE COMPLETA: DE LISBOA A RÍO, RECUERDOS EN EL CAMINO
La polvareda de Pekín (1ª parte)
La polvareda de Pekín (2ª parte)
Polonia 2009, la inflexión eterna