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Resulta difícil explicarles a las nuevas generaciones de aficionados al baloncesto que hubo un tiempo en Italia en el que este deporte se debería haber practicado con armadura. Jugadores como Gallinari, que nada tiene que ver con lo que fue su padre en la cancha, Belinelli y en mayor medida Bargnani, que parece fabricado en Alboraya, en nada se parecen a los de la generación anterior.

La globalización del deporte ha traído como consecuencia la pérdida de la identidad propia de cada país en aras de un sello más continental que nacional y en pocos sitios ese cambio ha sido tan brutal como en Italia. Sirva como ejemplo que en la Olimpia de Milán se llegó a juntar una pareja de americanos que respondía a los nombres de John Gianelli y Mike D'Antoni. A día de hoy, con esos apellidos que delataban la transalpina procedencia de sus ancestros, ambos hubieran podido acudir sin ningún problema a la llamada de la azzurra, de hecho así lo haría D'Antoni algún tiempo después previa adquisición de la doble nacionalidad. En Francia ahora se defiende, en el territorio de la antigua Unión Soviética se juega con más de un sistema e incluso se corre el contraataque. En Israel y la ex Yugoslavia es donde quizá menos se haya notado el cambio. El estado judío sigue siendo igual de importador que era hace 30 años, del mismo modo que en los balcanes se sigue exportando talento a todo el mundo a cambio de contar con algún jugador americano en plantilla que, si bien tiene incidencia en los números, poca o ninguna tiene en el estilo de juego que allí se desarrolla con banquillos dirigidos exclusivamente por entrenadores patrios.

El único aspecto en el que Italia apenas ha notado el cambio de ciclo ha sido en el apartado físico. Salvo raras excepciones, se me viene a la cabeza Pierluigi Marzorati, el pallacanestro siempre ha contado con jugadores cuya morfología venía de serie, incluida en su información genética. Bien con gente que parecía vivir en un gimnasio como Antonello Riva, o armarios empotrados como en los ejemplos de Dino Meneghin o Romeo Sachetti. Sin embargo, en otros casos, esos cuerpos a primera vista fondones pero a la hora de la verdad ágiles y coordinados los ha ido adquiriendo el propio jugador bien con el paso del tiempo o con el simple transcurrir de un solo verano. No es habitual ver sobrepeso, que no carga muscular, y rapidez coordinada en tan buena sintonía. A todos ellos les define que, aparte del físico, son grandísimos jugadores de baloncesto.

Pese a ser físicos marca Italia el mejor ejemplo que conozco es español y se llama Quino Salvo. Jugaba en la posición de escolta, medía 1'92 oficiales aunque cuando me lo presentaron me dio la impresión de que medía algo más. En mi vida he estrechado la mano a muchísimos jugadores, pivots soviéticos incluidos, y con ninguno he experimentado la sensación de poderío que transmitía Quino. No se puede explicar. La planta física era descomunal, lo que viene a ser un hombre muy fuerte… qué digo… no era éso, era algo mucho mayor. Por TV se le veía fondoncete, pero al natural te dabas cuenta de que no era gordura. Era pura fuerza bruta. No entendía que un cuerpo así pudiera moverse en una pista de baloncesto con la agilidad que lo hacía Salvo. Fue durante una cena en Les Reixes (Lliria), cuartel general de Marcelino García y su gente con quienes me hallaba compartiendo mesa y mantel después de presenciar un partido en el Plá de l'Arc, justo en la acera de enfrente. Conocían a Quino de su época de jugador en Llíria y tuvo a bien compartir sobremesa brevemente con nosotros, el autobús no esperaba. En fin, uno de esos bonitos recuerdos que conservas fresco por mucho que el tiempo se empeñe en transcurrir.

Casos parecidos al de Salvo tan solo los había visto en Italia. Ver una selección italiana ochentera en TV y tener la radio puesta con García y Andrés Montes es una apuesta segura. Te lo vas a pasar pipa durante las próximas dos horas viendo la versión cestista de Cuerpos Embarazosos. Un buen día, debió ser durante el Europeo de Stuttgart 85 o vaya usted a saber cuándo, empezó el tema. Era ver a los Roberto Premier y Enrico Gilardi y ya la teníamos liada. La carnitina era la explicación a esos cuerpos, según ellos sustancia milagrosa que transformaba los cuerpos en un corto espacio de tiempo y que fluía como un manantial en Italia. Dicho de otra manera, el primer caso de doping insinuado del que yo tengo recuerdo. En aquellos cuerpos no había ni rastro de definición muscular. Eran redondos o cuadrados según el ángulo de la cámara. Escoltas bajitos, extraordinarios defensores que harían palidecer a Bruce Bowen y nada mancos en ataque. Capaces de defender al base rival por rapidez o al center por percusión. Marrulleros, protestones, combativos… italianos al fin y al cabo, todo lo contrario que la Italia actual.

Entre otros muchos equipos Roberto Premier es conocido por haber militado en la Olimpia Milán y la Virtus Roma. En Milán vivió sus mejores momentos desde 1981 hasta el 89 y compartió vestuario con gente como Vittorio Ferracini, Vittorio Gallinari y los hermanos Boselli, miembros todos ellos en mayor o menor grado del club de la carnitina. Uno de los equipos más duros que recuerdo. Ya en Roma se reencontró con Fausto Bargna quien con el tiempo iba haciendo méritos para ser miembro de pleno derecho del club. No sólo Bargna. Allí ya se hallaba desde 1976 uno de los miembros fundadores, Enrico Gilardi. Fue la época Il Messaggero con Radja, Michael Cooper, Brian Shaw, Danny Ferry... finos estilistas para compensar un equipo cuyo aporte nacional se hallaba más enfocado a la intendencia. El climax llegó cuando, no contentos con juntar a tres seres humanos como Bargna, Premier y Gilardi en un mismo equipo, al club se le ocurrió la genial idea de añadir una guinda al pastel. La guinda respondía al nombre de Ricky Mahorn, fin de la cita. Más que un equipo de baloncesto aquello parecía la versión italiana del Club de la Lucha.

Hubo más ejemplos repartidos por la Lega, Dennis Innocentin en Cantú como escudero de Riva. Me vienen al recuerdo dos en Scavolini. Domenico Zampolini, suplente de Darren Daye y Giovanni Grattoni, sucesor de Zampolini. Ambos clónicos, en torno a los dos metros, inamovibles al contacto, muy buenos tiradores de larga distancia y conocedores de ese baloncesto que no sale en el reglamento. En los Knicks alguien recordará el burreo al que les sometió Zampolini en aquella semifinal del Open McDonald's de 1990 disputado en el Palau Sant Jordi. Con la retirada de todos los aquí mencionados y la llegada de la Ley Bosman se acabó este tipo de jugador, cuyo papel hay que calificar como protagonista de toda una época.

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